miércoles, 13 de octubre de 2010

Variaciones Goldberg

Variaciones Goldberg

Mª Teresa Cañas

  
Variación 1

Johan Gottlieb Goldberg, aún un niño, toca el clavicémbalo en la alcoba contigua a la del conde Herman Karl Von Kaiserling, embajador de Rusia en la corte de Dresde. Hace frío en esa alcoba de 1742 y el niño, con dones excepcionales para el clave, buscando agradar a su protector y también a él mismo, interpreta música alegre y familiar. Más el conde padece insomnio y lo que desea es que la música que toca el niño Goldberg le ayude a descansar y no a sonreír. Por eso encarga al maestro de quien es discípulo aventajado ese niño una obra “tranquilizante mejor que alegre”; el maestro, amigo personal del conde y admirado por él, se apresura en satisfacer su deseo. Compone el Aria con variaciones y ornamentaciones para clavecímbano de doble teclado, treinta variaciones sobre un tema, una sarabanda incluida en el librito de composiciones que regaló a su mujer- el álbum de Ana Magdalena- para que ésta aprendiera a tocar el clavicordio. El conde, agradecido, entregará al maestro una tabaquera y cien luíses de oro, posiblemente los honorarios más altos que haya recibido nunca el compositor. Desde entonces el conde Von Kaiserling dirá al niño que pasa frío las noches que no pueda descansar: “Querido Goldberg, tócame una de mis variaciones”. Y las variaciones de esa aria pasarán con el tiempo a llamarse Variaciones Goldberg.

Observo un retrato de Johan Sebastian Bach, el singular maestro del niño Goldberg.  Viste una casaca azul con una hilera de grandes botones plateados. Por debajo de la casaca desabrochada, una camisa blanca en cuyo puño se asoman los perifollos propios de la época. En la mano derecha sostiene un papel en el que se adivina una partitura, si bien el gesto con el que ha sido retratado el maestro parece más propio del que entrega una factura que debe cobrar sin dilación. Su rostro, abotargado, muestra un rictus de firmeza y leve desagrado. El ceño fruncido, los labios –pequeños y carnosos- apretados, los ojos hundidos miran como escudriñando a aquel o aquello que tiene frente a él. Una cierta avaricia, rigidez y propensión a la cólera me transmite su rostro. La cara es el espejo del alma, pienso.

Suena la primera variación. Cuando Golberg, el niño excepcionalmente dotado para el clave la interpretara, Kaiserling descansaría. Una música hecha para disipar la preocupación que ahuyenta el sueño; una música que consigue, tras los ajetreos en la corte o en el trabajo o en el amor, la reconciliación con el sueño. Todo está bien, eso es lo que se oye en esta música. La cara es el espejo del alma, sí, digo al mirar el retrato de Bach; pero de qué alma, me pregunto, cuando escucho su música.


Variación 2

En 1955, un joven pianista canadiense graba para la CBS en la ciudad de Nueva York las Variaciones Goldberg de Bach. Aunque es Junio, lleva puesto un abrigo sobre la chaqueta, suéter, bufanda de lana en el cuello, guantes y una gorra. Trae consigo una silla de madera de arce canadiense. Su forma de tocar es peculiar. Se encoge sobre sí mismo y toca de abajo arriba, al revés que el resto, que lo hacen de arriba abajo. Y tararea la música mientras toca. Este joven, llamado Glenn Gould, se hará mundialmente famoso en poco tiempo, no solo como virtuoso del piano sino también por sus excentricidades dentro y fuera de la sala. En 1964, con 32 años, dará su último concierto. El calor del público le deja helado.

Es un hombre extravagante, maniático con el orden, come invariablemente huevos revueltos y galletas, no da la mano a nadie, pierde los nervios cuando alguien le toca. Se muestra muy preocupado por su salud y especialmente por sus manos, que introduce en un cubo de agua caliente antes de cada sesión al piano. Indiferente a la temperatura ambiental, siempre lleva guantes y va abrigado. Detesta las relaciones sociales, en los últimos años de su vida no habla casi absolutamente con nadie, sólo por teléfono, parapetado en su casa. Tras su muerte es diagnosticado de forma retrospectiva de síndrome de Asperger, una especie de autismo leve caracterizado por la insociabilidad, la falta de reciprocidad en la relación con otros, los intereses restrictivos, los rituales estereotipados y las pautas de comportamiento repetitivas. Un tío raro.

Suena  la segunda variación. Cuando Glenn acariciase las teclas del piano en el estudio de grabación de la CBS y se empezara a escuchar su música, los entendidos allí presentes olvidarían su postura agazapada, su abrigo indecoroso, la bufanda de lana. Una gracilidad inusitada, comunal y apasionada empapa el aire. Todo está bien, dice esa música. Un tío excéntrico e insociable, sí, pienso mientras miro su foto; pero qué capacidad tan tremenda y profunda de comunicación tiene, digo, cuando le escucho tocar.


Fuga en mi mayor

Castilla amarillea. Bordea un cementerio el lado izquierdo de la carretera mientras el sol se concreta en un círculo rojo y fulgurante por el horizonte y anega de sombra los campos de trigo y de cebada. Pongo la última pieza grabada en ese disco de un pianista autista que interpretó las variaciones de un aria que compuso – a su vez- un genio con cara de banquero para que, al tocarlas un niño superdotado, un aristócrata pudiera descansar de su ajetreo. Se trata de la fuga en mi mayor de El clave bien temperado, una variación más de la misma sarabanda. Todo está bien, es lo que se oye mientras anochece. Recuerdo entonces la pregunta que se hizo Sloterdijk: ¿dónde estamos, cuando escuchamos música?. O qué, o quiénes, añado yo. Los pájaros se agrupan en bandadas. El verano se acaba. Hace frío.

Publicado en Revista Axis, Diciembre 2005,  Sección Médicos y artistas

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