miércoles, 13 de octubre de 2010

La débil realidad



 Teresa Cañas
Muchas actividades diarias, puede que todas, tienen su razón de ser exclusivamente en aliviar y ayudar a soportar el tedioso paso del tiempo, transcurriendo día a día, no obstante opción siempre preferible a su contraria, la de que no exista ya tiempo. Y cada uno parece elegir entre las infinitas oportunidades que concede el tinglado en el que vivimos aquella entre las que se topa que más le entretiene para pasar la vida. Por eso, nadie debería recriminar a Emilia que de ocho a nueve de la noche se parapetase en la cocina enfrente del televisor y, durante esa hora, con el corazón palpitante y lágrimas en los ojos, absorbiese los amores y desamores de los famosos junto a las últimas tragedias acaecidas en este mundo que no deja jamás de dar sucesos de los que poder hablar. En un ritmo trepidante se sucedían en este exitoso programa de una televisión privada la boda de una princesa con el rescate de unos niños sepultados por un terremoto, los cuernos de una modelo con las últimas horas de una mujer maltratada... siempre con una bella música de fondo acorde con el tema tratado. Y en esa hora Emilia al fin se olvidaba de quién era ella, de su aburrida vida, de su marido y de su hijo, de las camisas que faltaban por planchar, y entonces se convertía en un par de ojos absorbiendo la vida y muerte de estas otras personas, llorándoles tanto por los avatares de una como por los de la otra. Lágrimas de emoción en las bodas reales, lagrimas de gratitud cuando se rescataba a un secuestrado, lágrimas de indignación cuando se maltrataba a los débiles, lágrimas de desolación cuando se retransmitía un funeral. El resto de los miembros de la familia evitaban a toda costa entrar durante esa hora en la cocina lo que permitía que Emilia, al fin desentendida de sí misma, fuese feliz mientras lloraba estas desdichas y alegrías de los otros. Y es que si alguien hubiera entrado en ese momento esta ama de casa excepcional, con un pudor extraño en ella, se hubiera sentido muy avergonzada de sus lágrimas, lo que no deja de ser sorprendente en una mujer que siempre fue muy proclive a echar unas lagrimitas de cocodrilo si con ello lograba conseguir lo que deseaba. Cuando acababa el programa, se secaba los ojos con el pañuelo, hacía un gesto enérgico con la barbilla y volvía de nuevo a su papel de eficaz supervisora de cada rincón del cuerpo y alma de su casa y familia. Pero en sus sueños, en sus ensimismamientos, estaban presentes siempre los hechos grandiosos o terribles que aparecían en ese programa, los sucesos tremendos que televisaban cada día, y el resto, limpiar los zapatos a su hijo, ir a la tintorería, acostarse con su marido, eran una realidad palidecida, mucho menos patente y sentida que aquella otra en la que se embarcaba cada día de ocho a nueve de la tarde tras encender el televisor.

Por eso, aunque se indignaba rabiosa cuando el programa notificaba el asesinato de otra mujer maltratada e insultaba al maltratador y movía la cabeza mascullando “adonde vamos a llegar”,  no hacía ningún caso de los sollozos y los golpes que frecuentemente se oían en la casa de al lado a altas horas de la noche, tan irreales y poco patéticos le sonaban, sin música incitadora, sin comentarios mordaces de presentador, sin manifestaciones de condolencia de distintas personalidades. Alguna vez su hijo, un adolescente huraño e idealista, había sugerido llamar a la policía pero ella, Emilia, dentro del sopor que significaba su vida cotidiana, su vida no televisada, se mantenía en esta ocasión sin dudarlo de parte del vecino varón, que era un hombre guapetón y amable, que siempre le dejaba pasar delante y le sonreía cuando se encontraban en la escalera; ¡vaya diferencia con ella, que ni se molestaba en saludar y tenía un aspecto tan desaliñado y desabrido! En su fuero interno Emilia no dejaba de pensar que si él la pegaba era porque ella se lo tenía merecido, por sucia y desastrada, y así se lo había dejado caer a Conchi, su amiga del 4º, quien no dejó de estar completamente de acuerdo con ella.

Y mientras Emilia veía el programa de la tele y el vecino pegaba a la mujer, Daniel, el hijo de Emilia, leía en un libro de filosofía acerca del idealismo alemán y del triunfo de lo bello sobre lo bueno, lo verdadero y lo útil...  

Hace poco sonaron sirenas de ambulancias y policías en la calle donde vive Emilia y su familia: el vecino guapetón y de risa fresca se había cargado a su mujer, justo a las ocho y cuarto de la noche. Emilia, que en ese momento estaba viendo una exclusiva interesantísima sobre la esclavitud a la que estaban sometidas unas rumanas en España, ni se asomó a la ventana. Hasta que llegó Conchi, en bata, alborotada, a comentar con pelos y señales lo que había sucedido y que estaban los reporteros de diferentes cadenas de televisión entrevistando a la gente. Emilia se pintó los labios, se atusó el pelo y bajó rápidamente con Conchi a la calle despreciando a algunos periodistas que estaban preguntando al vecindario sobre la pareja hasta que se topó en directo con la cara familiar del reportero principal de su programa favorito. Y entonces hizo uso de sus lágrimas de cocodrilo para contar entrecortada por los sollozos, mientras la grababan las cámaras, que esto había sido una muerte anunciada, lo excelente persona que era la muerta y qué relación tan amistosa tenían, eran íntimas, él era un holgazán y borracho que no la dejaba salir de casa, un chulo, le había confesado la víctima horas antes que estaba aterrorizada, qué pena, por dios, que esto pase al lado de hogares decentes, qué desgracia más tremenda, nunca podré recuperarme de esta tragedia, de la muerte de mi mejor amiga...

Al día siguiente Emilia no estaba sola en la cocina a las ocho de la tarde. Había bajado de su casa Conchi, el marido se había escapado del trabajo, Daniel abandonó la filosofía por ese rato y todos juntos estaban saboreando una apetitosa tortilla de patatas que se había preparado para la ocasión mientras esperaban ansiosos el inicio del programa. Cuando al fin salio su rostro en la pantalla, Emilia se vio a sí misma tan compungida hablando de lo sucedido mientras sonaba el réquiem de Mozart al fondo que no pudo evitar, a pesar de los esfuerzos que hacía para controlarse, llorar amargamente por la trágica muerte de su querida amiga y vecina, aunque en esta ocasión y de forma excepcional hubiese testigos de estas lágrimas espontáneas.

En el cuarto de Daniel, encima de la mesa, descansaba olvidado el libro de un médico, filósofo y poeta del siglo XVIII, Friedrich Schiller, abierto por una página en la que se explicaba como, cuando uno de deja arrastrar por el juego de la libertad, la apariencia de realidad puede llegar a ser más real que la llamada realidad.

Publicado en la Revista Axis en Octubre de 2006

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