miércoles, 13 de octubre de 2010

DOS HERMANAS



Teresa Cañas

Desde hace medio siglo, Gloria recoge la mesa cada noche después de escuchar el parte meteorológico. Retira el plato, la taza, la cucharilla y la caja de galletas. Ocho años ya que la vajilla que hay que lavar consiste en eso, un único plato, una única taza y una única cucharilla. ¿Recuerdas, Casta? Antes yo retiraba también tu plato, tu taza y tu cucharilla mientras tú quitabas las migas del mantel, guardabas la leche en la nevera y la caja de galletas en el aparador. Empezaba entonces el mejor rato del día, la hora de después de cenar. Pero eso fue antes de que a las dos hermanas las vapulease la larga y triste enfermedad de Casta, enfermedad que le condujo levemente, sin sobresaltos aparentes, a la demencia y a la muerte dos años más tarde.

Gloria coge, como casi todas las noches en los últimos cincuenta años, la Biblia, y lee. Cada vez me  pesa más, Casta, este librote. Cuando las dos hermanas estaban sanas, se iban turnando y cada una leía un capítulo en voz alta. Casta leía con un tono cantarín, con esa voz tan suya que volvía cada frase, cada párrafo, en un poema suave y alegre. Como si estuviera hablando de los vestidos que habían destacado en una noche de baile. La voz de Gloria parecía referirse más a abismos y tormentas, le daba a aquello sobre lo que leía un aspecto tenebroso y un colorido mate. Casta en seguida cerraba el libro, decía ya acabó el capítulo y se ponía a hablar, atolondrada, sobre el último amorío de cualquier famosa. Entonces Gloria la miraba con severidad y le decía, déjame la Biblia, ahora me toca leer a mí. Y Casta callaba mientras escuchaba a su hermana descendiendo a los abismos, explorando fosas submarinas de su alma mientras leía, vibrante, “Presta oído, Yahvé, respóndeme, que soy desventurado y pobre...”  Pero ahora, Casta, estoy deseando acabar el capítulo, lo leo sin entender, desde que tú moriste ya no puedo hablar con Yahvé.

Casta siempre quería ver la televisión antes de acostarse. Le gustaban las películas de dos rombos de las de entonces, aquellas en las que se intuía un amor carnal y prohibido, las miraba de reojo y con una sonrisa. Pero Gloria las aborrecía. Películas vulgares de obscenas escenas. Así llamaba Gloria a esas películas que le producían calor dentro del vientre, aviso del demonio que quería introducirse y encender su fuego. Demonio que a veces la despertaba en plena noche cuando era joven buscando el roce de las sabanas, dirigiendo las caricias de sus propias manos. Por eso, Casta, evitaba siempre esas películas que tú adorabas, porque dentro de mí habitaba un demonio dormido y no debía nunca dejarle despertar. Éramos las dos tan felices, eras tú tan feliz, que tenía que evitar a toda costa la presencia de un demonio que nos destruyera. Y por eso no dejaba de rogarle a Yahvé... Yahvé, presta oído, respóndeme, que soy desventurada y pobre.

Ahora Gloria deja pronto la Biblia a un lado, enciende la televisión, va pasando de cadena en cadena, le aburre, apaga la televisión, vuelve a leer otro párrafo, dormita, no me reconocerías, hasta los salmos no me dicen ya  nada, Casta, me cansan.

Gloria se pone entonces a mirar por la ventana  -los faros de los coches impacientes esperando la luz verde del semáforo, los anuncios de neón, los transeúntes apresurados y grises que pueblan las aceras, enfundados, cabizbajos, silenciosos, aislados -. Y mira y mira a través de la ventana mientras reza un padrenuestro tras otro sin pensar en nada o pensando solo en cada noche igual a cualquier otra que pasaron su hermana y ella en esa misma habitación, alrededor de esa mesa camilla, cuando la vida era sólo búsqueda de perfección, ahogo de demonios que pululaban dentro de su cuerpo en busca de varón, asfixia de demonios que circulaban fuera de su cuerpo en busca de poder. Entonces Yahvé era digno de toda confianza y la vida una prueba de amor hacia él. Hasta que moriste, Casta, y me di cuenta de que a quién yo quería era a ti. Y mientras reza, asustada de sus propios pensamientos, espía la llegada del vecino de enfrente a su casa después del trabajo. Y observa como la joven mujer, una noche más, acude a recibirle en la puerta y le besa, se hacen arrumacos, se abrazan cada vez más fuerte, van convirtiendo las caricias cada momento en acciones más carnales y menos tiernas. Gloria se vuelve voyeurista otra noche mientras observa como el hombre va desabrochando la blusa a su pareja. Y nota el rescoldo de un fuego anciano en su abdomen, un fuego que ya no quema,  ya no me importaría ver esas películas que tanto te gustaban, nada podría ahora perturbarnos la paz y la alegría que teníamos, Casta, ya no tendría que estar despistando a los demonios. La pareja desaparece; se retiran, entrelazados y medio desnudos, al dormitorio oscuro. Y Gloria quiere imaginar lo que está pasando ahí dentro, los dos cuerpos respirando juntos. Ahora ya puede imaginarlo, Yahvé le deja porque ya no quema. Nunca hablábamos de esto, Casta, nunca hablamos de los hombres ni de sexo  ni de amor. El sexo no existía, el amor éramos tú y yo, y antes de eso el amor fue el cuidado de nuestra madre. ¿a ti  también te quemaba a veces  el vientre, se te revolvía y sublevaba, ante ciertos roces, ciertas miradas? ¿tú también soñabas a veces sin querer y el sueño se iba haciendo cada momento más prosaico y mudo, sólo de piel a piel, de jadeo y de respiración queda?.

Gloria no recuerda que hace casi medio siglo Casta tuvo un pretendiente llamado Juan. Trabajaba como mancebo en la farmacia de la esquina. Miraba a su hermana de tal manera que a Gloria le abrasaba en la noche la imagen de esos ojos verdes mirando de esa manera. Cuántas noches se acostó con los ojos de Juan esculpidos en su frente. Y empezó a odiar esa transformación ridícula de Casta, siempre con la mirada nublada, siempre con una  media sonrisa y padeciendo una sordera repentina que les obligaba a todos, menos al dependiente a repetir dos veces cada pregunta. Empezó a odiar esa felicidad de Casta como nunca jamás odiaría nada a partir de entonces. A cualquier hora, mientras comían o se reunían con las madres de sus amigas a tomar café, en cualquier momento, Gloria comentaba la vulgaridad del mancebo, se reía de sus zapatos horteras, de su forma sincopada y barriobajera de hablar. Y a la hora del rosario no hacía más que repetir por dentro Yahvé, presta oído, respóndeme, que soy desventurada y pobre- que desaparezca Juan... que desaparezca Juan...- mientras que el recuerdo de los ojos del joven mirando a Casta le quemaba por dentro. Se descubrió al poco tiempo que tenía novia formal en Carabanchel y en esa casa no se volvió a hablar nunca más de él.  Empezaron a hacer los pedidos de la medicación en una farmacia algo más alejada, farmacia que con el tiempo pasaría a ser sin más la farmacia.

Gloria ve como el vecino de enfrente atraviesa desnudo la sala. Vuelve con un vaso de agua al dormitorio oscuro. Lo que nos perdimos, Casta.

Yahvé, presta oído, respóndeme, que soy desventurada y pobre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario