miércoles, 13 de octubre de 2010

La puerta de Brandeburgo

Teresa Cañas



Varios grupos de personas capitoneados por un banderín o por un paraguas forman un riachuelo multicolor de chándales, mochilas, playeras y vaqueros que inunda la Plaza de París en un día de otoño luminoso y suave y que desemboca en los tilos que empiezan a amarillear. La persona que lleva el paraguas o el banderín se para delante de la puerta de Brandeburgo y los demás se apiñan, minúsculos, sin rostro, alrededor de él y oyen a medias la historia del monumento más famoso de Berlín, en uno de los numerosos idiomas en el que se cuenta ahí esa historia. Pronto se separan algunos del grupo y hacen fotos y más fotos y más fotos, uno tras otro posando, con la puerta al fondo y similar sonrisa, similar dulzura, similar superficialidad. Infinitas sonrisas custodiadas por la diosa Victoria, una diosa alada que conduce una cuadriga color verde musgo y cuya expresión, como la de los cuatro caballos que tiran de ésta, no es de alegría ni de rabia ni de esfuerzo ni de lucha sino de serena indiferencia hacia lo que sucede bajo ella

 El guía empieza a narrar la historia de esa puerta y de la escultura que sustenta: Fue construida a finales del siglo XVIII como forma de entrada a la ciudad, a modo de los propileos de la acrópolis de Atenas. Quince años después de finalizada su construcción y tras pasar por debajo de ella un triunfante Napoleón, fue llevada la diosa con su cuadriga a París para ser exhibida como trofeo de guerra. Más Napoleón fue derrocado y  la escultura fue devuelta a su sitio unos años después sin daños y con una cruz de hierro añadida. Por debajo entonces sólo podían pasar miembros de la familia real, dice el cicerone mientras cruza de nuevo la puerta, convertido en el pequeño rey de ese grupo de turistas... Una nube indiscreta descarga su agua en ese momento encima de la plaza y obliga a todos a apresurarse y guarecerse bajo portales, capuchas y paraguas. En cada grupo y en distinto idioma se hacen comentarios sobre la diosa o sobre la nube y el guía baja la voz al nombrar la entrada triunfal por la puerta de los dirigentes nazis en 1933. Y los bombardeos de los aliados en 1945, que destruyeron todo, también a nuestra diosa, hecha añicos, con sólo un caballo de los cuatro conservando la cabeza.

Sale de nuevo el sol; los grupos se acercan de nuevo al centro de la plaza y el guía continúa con la historia: Por tanto, esa bella diosa que ven sobre la cuadriga no es la original, sino sólo una copia de la que se destruyó en la guerra. Y es entonces cuando empieza a hablar de como en su reconstrucción colaboraron las autoridades tanto del este como del oeste de Berlín, aunque los primeros exigieron retirar la cruz de hierro y el águila y como después la puerta quedó abandonada durante 28 años, entre ambos muros, en tierra de nadie, símbolo de la absurda división de la ciudad.

Y por fin tras la reunificación de Alemania, se restauró la puerta y se le añadió a la diosa, de nuevo, su águila y su cruz, para que pudiera hoy de nuevo ser el emblema de la bella ciudad de Berlín. Eso dice el guía y la diosa permanece impávida. Los turistas se abrochan los abrigos ante una ráfaga de aire frío. Llueve de nuevo y se apresuran en pasar de nuevo debajo de la puerta en busca de su autobús.

Una muchedumbre de turistas entra y sale continuamente de la plaza de París. No parece que sea fácil encontrar un auténtico berlinés en ella.

No obstante, viven aún testigos de gran parte de su última historia. ¿Ese anciano de ojos claros que pasea con su rubia nieta será uno de ellos?, me pregunto. Es posible que aún recuerde cuando su padre le llevó a esa misma plaza hoy abarrotada de turistas a vitorear a un Hitler recién nombrado canciller en una de las manifestaciones más grandes de la historia. Aunque era Enero, debió ser un día en que el fuego de las antorchas quemó al sol. Exaltación de Alemania, de una raza privilegiada cuya misión era dominar el mundo... y es posible también que durante toda su vida haya estado intentado olvidar el desprecio de sus mayores ante las masas de judíos amontonados y maltratados a unos metros de allí. Bazofia, diría su padre, en  burda imitación de las consignas de los dirigentes, hojarasca que hay que quemar. Después vino la guerra y la derrota, con un Berlín –ese Berlín glorioso- convertido en cenizas. La diosa Victoria sin cabeza, la cuadriga que dirige rota. Y el oprobio de pertenecer (ahora) a una raza odiosa, criminal, aborrecible. Un pueblo dominado. Un resplandor fatuo que les ha cegado. ¿Donde está el elevado destino alemán? Ante la confusión de creencias que debió existir en todos esos chavales que se hicieron mayores en plena guerra la solución que tomaron fue trabajar, trabajar y trabajar. Construir Alemania sobre sus rescoldos. Imaginemos que ese anciano, entonces mozalbete, viviera en Prenzlauer Berg, un barrio del este. Asistiría a la creación de la República Democrática Alemana por la ocupación rusa. Un nuevo código moral inspirado en la ideología comunista propagado por los dirigentes. Puede que participara en la sublevación de Junio de 1953 y fuera testigo de la brutal represión de los tanques estalinistas. Tras esta nueva derrota la consigna seguiría siendo trabajar, trabajar, trabajar, una vez que la mujer con la que acaba de casarse dejase claro que nunca huirán –como otros vecinos- a occidente. Copos de nieve cayendo ininterrumpidamente sobre las aceras, los rieles de los tranvías blancos, el corazón helado. La puerta de Brandeburgo,  con la nueva diosa Victoria ya sin águila ni cruz de hierro, abandonada al invierno entre muros y alambradas. Sólo queda trabajar por los hijos que van haciéndose mayores y a los que se ha intentado inútilmente  adoctrinar en la escuela en el manifiesto comunista. Miedo ahora por ellos, por ese deseo nada disimulado que transpiran de saltar el muro y traspasar la puerta. Y al final, la alegría de la caída del muro y reunificación de Alemania, la primavera que florece de forma repentina en otoño, en esa edad en la que nuestro ahora anciano empieza a darse cuenta de que lo más importante de su vida ya ha pasado. Y el deseo de que  él y  su familia puedan poseer todo aquello que se les había negado y convertirse en unos retratados más delante de la puerta con un chándal de colores chillones: sonrientes, superficiales, blandos. El afán de que sus nietos sean como todos esos jóvenes turistas que ahora, por unas gotas de lluvia, se arremolinan en la puerta del autobús, preocupados ante la posibilidad de que se moje su nueva cámara de fotos.

Mientras pone la capucha a la nieta nuestro anciano rechazará una vez más la tentación de alertar a sus nietos sobre lo peligroso que es que un puñado de hombres obtenga poder ilimitado sobre el destino de los demás. Es mejor suponer que todo aquello que él ha vivido ha quedado sepultado para siempre por la satisfacción  del consumo y del confort, por la suavidad de los acrílicos en democracia. Suponer que ya sólo existen lluvias de verano y no ciclones que arrasan. A pesar de ello, qué inquietud podría causarle algunos ademanes de nuestros gerentes, jefezuelos y politicastros - tan prepotentes, tan frívolos, tan infantiles-, ahora diferenciados por el logotipo de sus ropas de marca en vez de por cruces gamadas u hoces y martillos.

- Vamos, pequeña, te compraré un osito berlinés –le oigo decir  al pasar por debajo de la puerta

Publicado en la Revista Axis diciembre de 2008

No hay comentarios:

Publicar un comentario