miércoles, 13 de octubre de 2010

Querido Don Pedro

Teresa Cañas

Querido Don Pedro

                                                                       En memoria de D. Pedro Gómez Bosque

Pisé Valladolid por primera vez un día de sol helado de enero de 1986. Pronto encontré el piso barato y desangelado donde poder vivir  durante los cuatro años que duraba la formación como médico especialista en Psiquiatría en el Hospital Clínico de esa ciudad. Estrené Valladolid como estrené casa, estatus de trabajador, salario al final de mes, amigos, paisaje, y fui poco a poco creando mis coordenadas vallisoletanas. Descubrí que existía una iglesia juguetona y recoleta llamada la Antigua aprisionada entre moles de cemento, que el río Pisuerga realmente pasaba por en medio de la ciudad y que en una de las riberas existía una zona que eufemísticamente se llamaba la playa, que las cigüeñas machacaban ajos en la torre de San Pablo, que el lechazo se comía con las manos, y que la ciudad tenía un apodo, Pucela.

Un día, al salir del Hospital, quien me acompañaba me dio un codazo y me dijo: “Mira, Don Pedro”. Me señaló a un hombre que rondaba la jubilación, de pelo blanco y lacio, gafas oscuras y gruesas, gorra azul, bufanda roja y que llevaba de la correa a una perra gorda y patizamba. Tenía el aplomo que se encuentra en las personas acostumbradas a ser admiradas y señaladas por la gente y que saben que el motivo de ese aprecio se encuentra en su interior. O sea, que no necesitan aparentar ni disfrazar nada para ser queridos. Mi acompañante me explicó que  Don Pedro Gómez Bosque era catedrático de Anatomía humana, había vivido en su juventud en Alemania y organizaba importantes seminarios sobre filosofía y antropología. También me contó que fue senador socialista en las cortes constituyentes  y que se trataba de una persona con enorme prestigio en la ciudad. Pocos días después, Don Pedro fue invitado por el departamento de Psiquiatría a una de nuestras sesiones de primera hora de la mañana para hablar sobre el misticismo. ¿Qué pinta una conferencia sobre el misticismo en una sesión clínica de un hospital?, me pregunté. Pronto lo supe. Fue entonces cuando aprendí la importancia que tiene para un psiquiatra estar abierto a las diferentes posibilidades de existir que tiene el ser humano, aunque en muchas ocasiones no sean existencias exitosas ni pragmáticas ni muy normales. En los meses siguientes, estudié de cabo a rabo el Tratado de Psiconeurobiología que acababa de publicar junto a su hija María Eugenia. Fue en ese libro donde descubrí los sencillos dibujos de Gómez Bosque sobre el sistema nervioso central, dibujos cuya autoría es tan reconocible como lo puede ser un cuadro de Dalí o de Picasso.

Pasó el tiempo. De vez en cuando, me cruzaba con él por la calle y pensaba para mis adentros: “Mira, Don Pedro”, igual que me decía “mira, la Antigua” o “mira, el puente mayor” cuando los divisaba.

Y poco tiempo antes de finalizar la etapa MIR ocurrió lo que Don Pedro hubiera llamado “aquello en lo que radica la plenitud de la propia existencia, la unión con el ser que constituye el sentido último de la propia vida”. En mi caso ese ser era una persona muy cercana a D. Pedro y fue el responsable de que Valladolid dejara de ser una ciudad de paso y de que la casa de D. Pedro –en la calle Sanz y Forest, hoy cerrada a cal y canto, con sus libros y su sillón a oscuras- haya sido en los últimos veinte años un destino muy frecuente en mis idas y venidas por la ciudad y por mi propio corazón.

Comencé a visitar su domicilio tras la trágica e inesperada muerte de su hija María Eugenia. Aunque las paredes de la casa y el semblante de sus inquilinos estaban tristes, eso no fue óbice para que Don Pedro y Doña Eugenia se mostrasen hospitalarios y cercanos. Era entonces Don Pedro un hombre ingenioso y vivaz, más bien silencioso –sospecho que siempre lo fue- que conservaba su sentido del humor y que, a veces, cuando se le contrariaba, inspiraba –al menos a mi- algo de temor. Poco a poco fuimos estrechando lazos y las visitas a Sanz y Forest o las excursiones dominicales con ellos a otras ciudades castellanas se hicieron frecuentes. A medida que pasaba el tiempo Don Pedro se iba convirtiendo, paulatinamente, en el solícito y atento enfermero de su esposa Doña Eugenia y en un buen amigo nuestro:  Un hombre esencialmente divertido cuya actitud en la vida cotidiana podría resumirse con el título de uno de los libros que escribió por esa época: Sí a la vida, al amor y a la paz. Más tarde vendría la tremenda soledad en la que se encontró tras la muerte de Doña Eugenia y estos últimos años, en los cuales libró una lucha desesperada contra la esclavitud de su cuerpo impedido y las adversas circunstancias exteriores, lucha en la que iba perdiendo, batalla a batalla,  la libertad. No obstante, hasta el último día, con su capacidad mermada y en contra de la opinión de muchos de los que le rodeaban, él continuó realizando aquello que realmente fue siempre su vocación: la enseñanza.

Don Pedro deja una amplia obra escrita que abarca casi todas las disciplinas en las que puede ocuparse el pensamiento humano: Filosofía, Antropología, Psicología, Medicina, Religión... y en la que, al igual que en las numerosísimas conferencias que dio a lo largo de su vida, destaca el esfuerzo por hacer asequible y sencillo lo que a veces es farragoso y complicado. Sería deseable que este esfuerzo clarificador en el que él ocupó su vida no se perdiese. Y en su obra aparece siempre como música de fondo, a mi entender, el optimismo que se derivaba de su certeza absoluta en el carácter trascendente del ser humano y su culto incondicional a la Belleza y al Bien (ambas con mayúsculas). Los que estamos entre sombras a veces no podíamos evitar cierto escepticismo y desconfianza hacia ese optimismo, que no solamente fue característico de su obra sino también de su vida y de su muerte. Si Kafka tenía razón y no envejece aquel que conserva la capacidad de ver la belleza, puedo asegurar que D. Pedro murió sin llegar a viejo. El día antes de morir escuchaba el trino de los pájaros  y pedía –como Goethe- más luz.

Él estaba convencido que tras la muerte el individuo humano continúa “siendo”, que más allá de la muerte “está” otro modo de ser de la persona, diferente al modo de ser fenoménico. Pensaba que su mujer y sus hijos fallecidos se alegraban cuando él se acordaba de ellos. ¿Y qué pruebas tenemos los que andamos por la sombra para asegurar que Don Pedro estaba equivocado?  

.... En mi casa, querido don Pedro, el réquiem de Mozart sigue escuchándose para ti.       
          
Publicado en Axis en octubre de 2008 

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