miércoles, 13 de octubre de 2010

Retrato de un psiquiatra



 Teresa Cañas

Siempre admiré a Virginia Woolf. Antes de descubrir quien era ya adoraba su nombre. Por ese entonces ya sabía que “woolf” significaba lobo y “Virginia” me transportaba directamente a la imagen de la Virgen María. Pero lo que en realidad me fascinaba no era la mezcla tan chocante en un mismo ser de la Madre de la Humanidad y el peor enemigo del hombre (así eran las cosas en ese tiempo) sino que hubiese una película  protagonizada por Liz Taylor y Richard Burton en la que en el título se preguntase nada más ni nada menos que quién la teme a ella, a Virginia Wolf. Pregunta misteriosa sin lugar a dudas. Pregunta que le hacía misteriosa a ella, una mujer potencialmente peligrosa.

Después supe que era escritora y mi mesilla de noche se ocupó con sus novelas, relatos, diarios, correspondencia, biografías. Descubrí que, aunque fuera políticamente incorrecto, para mí era el ejemplo paradigmático de que existe la escritura femenina, suave y frondosa. Y que, desde su altivez y frialdad aristocrática, ella fue una defensora a ultranza de los sectores débiles de la sociedad en los que estaba incluida, o sea, defensora activa y artística de los derechos de las mujeres y de los enfermos mentales

Ahora en mi mesa está abierta su novela Mrs. Dalloway, un libro escrito en una lengua extraña (como un salmo), con un ritmo ancestral en el que fluyen las palabras (como el agua del río) y se deslizan continuamente por el centro y por las orillas del discurso con el alma en duermevela (como un sueño). Me ocuparé de un escollo que sobresale en el caudal, un escollo duro y afilado como una roca. Se trata del personaje llamado Sir Bradshaw, un médico afamado especializado en enfermedades nerviosas, aquél al que visita el paciente Septimus Smith un poco antes de suicidarse. Virginia Woolf, que en esta obra exhibe su sagacidad de psicóloga –y de psiquiatra- se muestra cruel, se ensaña con ese precursor de psiquiatra marcado por la impostura. Ello mientras describe con una perfección inusitada la psicosis de Septimus, aquello que los psiquiatras vemos cada día en la consulta pero mucho más cercano al corazón de ese paciente de lo que nosotros, timoratos, osamos  acercarnos.

Hoy, en este medio, realizado por y para médicos, voy a robar las palabras a la temible Woolf. Así recordaremos que no sólo nosotros escrutamos, también ellos, los pacientes, y nos irritará o nos avergonzará o nos unirá percatarnos de la rabia y el rencor con que una mujer como Virginia Woolf trata a la clase médica. Ella, que sufrió una terrible enfermedad mental, que acabó sumergiéndose en el río con un puñado de piedras en los bolsillos para asegurarse su hundimiento para siempre, hace suicidarse al pobre personaje en el que representa su propia psicosis y lo que precipita esta muerte anticipatoria no es tanto su enfermedad como lo que vivencia como acecho encarnizado del médico. Todos podemos aprender de las críticas, especialmente de las críticas inteligentes que tratan de situaciones conocidas y sentidas – realizadas además buscando la belleza-. Y puede que todos nosotros en más de una ocasión nos hayamos parecido a Sir Bradshaw. Por eso paso a transcribir sin más la descripción que esta autora, mujer, enferma mental y suicida, hace de este médico, no sin antes agradecerle ese doloroso toque de atención sobre lo que en algunas ocasiones podemos llegar a convertirnos los médicos: meros instrumentos del poder y de la ramplonería.

 Les presento por tanto a Sir William Bradshaw, el médico que visitó Septimus Smith el día que se suicidó “un gran médico, aunque obscuramente maligno (según Mrs. Dalloway), sin sexo ni lujuria, extremadamente educado con la mujeres, pero capaz de algún ultraje indescriptible –violar el alma”:

“Sir William Bradshaw ya no era joven. Había trabajado mucho; se había ganado su profesión por pura y simple competencia (era hijo de un tendero); amaba su profesión; era todo un personaje en los acontecimientos sociales, hablaba bien –todo lo cual le había dado un aspecto, para cuando le concedieron el título nobiliario, de pesadumbre y fatiga que, junto con sus canas, incrementó la extraordinaria distinción de su presencia y le confirió la reputación (sumamente importante cuando se atienden casos nerviosos), no sólo de fulminante destreza y de precisión infalible en el diagnóstico, sino también de simpatía, tacto, comprensión del alma humana...
A sus pacientes les concedía tres cuartos de hora; y, si en esta ciencia rigurosa que se ocupa de lo que, a fin de cuentas, no sabemos nada –el sistema nervioso, el cerebro humano -, el médico pierde el sentido de la proporción, fracasa en tanto que médico. Salud, debemos tenerla; y la salud es proporción; de tal manera, cuando un hombre entra en la consulta diciendo que es Cristo (un delirio común) y que tiene un mensaje, como así suele ser, y amenaza, como a menudo ocurre con suicidarse, invocas la proporción, mandas reposo en cama, reposo en soledad, silencio y reposo, reposo sin amigos, sin libros, sin mensajes; un reposo de seis meses; de modo que el hombre que entraba con cuarenta y siete kilos salía pesando setenta y seis.
... Gracias al culto que Sir William le rendía a la proporción, prosperaba no sólo él sino que hacía prosperar a Inglaterra, recluía a los locos, prohibía la natalidad, penalizaba la desesperación, impedía que los ineptos propagasen sus opiniones hasta lograr que ellos participaran también en ese concepto suyo de la proporción –el suyo, tratándose de hombres, el de Lady Bradshaw si se trataba de mujeres(ella bordaba, hacía punto, pasaba cuatro de cada siete noches en casa con su hijo) de tal manera que no sólo lo respetaban sus colegas y lo temían sus subordinados, sino que los amigos y conocidos de sus pacientes le estaban profundamente agradecidos por insistir que estos proféticos Cristos y Cristas, que vaticinaban el fin del mundo o el advenimiento de Dios, debían beber leche en cama, tal y como lo mandaba sir William, con sus treinta años de experiencia en esta clase de casos: esto es locura, aquello cordura; su concepto de la proporción.
Pero la Proporción tiene una hermana, menos sonriente, más formidable... Se llama Conversión y se ceba en la voluntad de los débiles, ya que le gusta impresionar, imponer, adorar Sus propios rasgos estampados en las caras del populacho...
Allí en la habitación gris, con los cuadros en la pared y el valioso mobiliario... los más débiles se derrumbaban, sollozaban, se rendían; otros, animados por Dios sabe qué locura, llamaban condenado farsante a sir William, en su propia cara; ponían en tela de juicio, con más atrevimiento si cabe, a la vida misma. ¿Por qué vivir?, preguntaban. Sir William contestaba que la vida era buena. Sin duda Lady Bradshaw con sus plumas de avestruz colgaba encima de la repisa de la chimenea, y en cuanto a los ingresos de su marido, pasaban de doce mil al año. Pero con nosotros, contestaban, la vida no ha sido tan espléndida. Estaba de acuerdo. Carecían del sentido de la proporción. ¿Y si después de todo no hubiera Dios? Se encogía de hombros. En resumen, vivir o dejar de vivir, ¿es asunto nuestro? Pero estaban equivocados. Sir William tiene un amigo en Surrey  donde enseñaban lo que Sir William reconocía como un difícil arte: el sentido de la proporción. Allí había, además, afecto familiar, honor, valentía, y una brillante carrera. Todas estas cosas tenían en Sir William Bradshaw un seguro defensor. Si fallaban, le quedaba el amparo de la policía y el bien de la sociedad que, según recalcaba con gran serenidad, se encargarían allá en Surrey de que esos impulsos asociales, nacidos sobre todo de la falta de buena sangre, fueran mantenidos bajo control. Y entonces salía de su trono y montaba en su trono esa Diosa, cuya pasión consiste en aplastar toda oposición, en estampar indeleblemente su imagen en los santuarios de los demás. Desnudos, indefensos, los carentes de amigos recibían la impronta de la voluntad de Sir William. Atacaba, devoraba. Encerraba a la gente. Era esta mezcla de decisión y de humanidad la que atraía hacia Sir William el aprecio de los familiares de sus víctimas”.

Tras leer estas líneas, queda claro que aún sigue sin estar de más preguntarse: ¿Quién teme a Virginia Woolf?

Publicado en la Revista Axis de Diciembre de 2006

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