miércoles, 13 de octubre de 2010

El alma jorobada


Mª Teresa Cañas

Jueves, seis y media de la tarde. La cita semanal con el milagro. Durante las dos próximas horas, la flecha del desprecio que se empeñó en señalar a J.B cuando nació cambiará de sentido. Apuntará hacia fuera. Durante esas dos horas milagrosas de tarde de jueves, J.B. olvida la repugnante mancha color vino que ocupa su pómulo derecho. Olvida su párpado caído y su joroba. Olvida, también, las burlas y pedradas de los niños de su infancia, el temblor vergonzante ante el rugido de su jefe en las mañanas, las palmadas compasivas que esquivan la repugnancia de los buenos vecinos. Y a su madre, convertida al rencor ante un marido que abandona y un hijo contrahecho, una letanía de llanto monocorde.

Jueves, seis y media de la tarde. Es la hora de la tertulia literaria semanal en la parroquia. En los seiscientos metros que separan su casa de la iglesia como que la mancha rojiza palidece, su figura se hace esbelta y sus dos ojos pueden mirar al fin de frente. Le esperan una veintena de viejas que, desde los rescoldos de su vida, se reúnen cada jueves para leer poesías, contar cuentos y, los días en que Doña Milagros está despierta, cantar alguna jota. El, como siempre, distinto al resto, pero aquí, en la tertulia, no lo es por su joroba, sino por todo lo contrario, por algo que intuye que esas ancianas de mirada húmeda envidian: carga a sus espaldas medio siglo menos que cualquiera de ellas. Durante las dos horas que dura la tertulia, J.B. se vuelve mordaz, ingenioso, comenta con sarcasmo los textos que ellas, vacilantes, recitan. Poesías que hablan del amor, de la muerte, del paso de los años, de la ausencia. Y él, durante este tiempo de milagro, da una chispa de humor y escepticismo a esta reunión de viejas. Intenta, sin éxito, escandalizarlas con poemas escabrosos, párrafos nihilistas y estrofas irreverentes.

Los jueves a las seis y media de la tarde, la flecha del desprecio, que se empeñó en señalar a J.B. cuando nació, cambia de sentido. Apunta hacia fuera.  Y J.B se burla en silencio de estas carcamales de labios rojos pintarrajeados y nariz de loro, peinadas, año tras año, exactamente igual los jueves en la mañana por el peluquero de la esquina. Viejas recargadas de bisutería entre la que se esconde una alianza, una cruz o un camafeo ennoblecidos por el metal y el tiempo. Se mofa de la energía rancia que exhiben en seguir viviendo.  Las desprecia con su alma jorobada. Aunque J.B sabe que, si pudiera alisar su alma, brotarían raudales de ternura y admiración hacia aquellas ancianas. Mujeres que han quedado solas en sus pisos oscuros y, con la espalda cargada con casi un siglo de esperanzas abortadas, buscan en sus estanterías de formica un poema que hable de una flor o de un amor ilusionado. Y es que J.B se ha propuesto desde siempre evitar el dolor que supondría  enderezar la joroba de su alma.

En la tertulia de los jueves, a las seis y media de la tarde, ha aparecido, en las últimas semanas, un nuevo elemento . Doña Lola, la tertuliana más acomodada de la reunión, viene acompañada de una señorita de compañía que le ayuda a subir las escaleras tras su intervención de cadera. Se trata de una joven mujer ecuatoriana, achaparrada, poco agraciada, de ojos almendrados y pelo lacio, que cada jueves se sienta en silencio a la derecha de Doña Lola. Durante toda la sesión permanece silenciosa y en tensión sentada al borde de la silla, parece que escucha atentamente las lecturas que se hacen y, cuando las viejas ríen, ella se sonríe levemente. Pero, además, J.B. se percata que los ojos almendrados de la ecuatoriana se posan insistentemente, nerviosamente, en él, y que parecen vibrar en su cuerpo cada vez que una vieja insiste en leer sobre ese tema tan manido y absurdo que se llama amor. Cuando J.B. pasa su mirada desdeñosa por el lado derecho de Doña Lola, los ojos almendrados se estremecen y miran a lo lejos. Doña Lola la ha presentado como Rosalinda, nombre ridículo, perfecto para ella, aunque J.B, como la flecha del desprecio cambia de sentido los jueves por la tarde ha decidido llamarla, sin más, la tercera muleta de Doña Lola.

En las últimas semanas J.B. ya no busca en internet textos con los que escandalizar a las pobres viejas, sino lecturas para humillarla a ella, a Rosalinda, la tercera muleta de Doña Lola. Y este jueves, su marcha hacia la iglesia parece más erguida que nunca, con la vista más al frente. Camina con una sonrisa torcida mientras que se frota las manos satisfecho. Piensa, hoy si que le va a gustar mi elección a la tercera muleta.

Y este jueves, en su cita semanal a las seis y media, J.B. pide permiso para leer un cuento. Se llama, y mientras lo dice posa por primera vez su mirada en Rosalinda, El ruiseñor y la rosa. Es un cuento de Oscar Wilde. La ecuatoriana, al notar su mirada, al conocer que el título del cuento lleva su nombre, pega un respingo en la silla, sus brazos se cubren de un temblor imperceptible y su tez cetrina enrojece. J.B. se sonríe por dentro e inicia con una voz vibrante y cálida la lectura del cuento: “Dijo ella que bailaría conmigo si le llevaba unas rosas rojas...” Lee, con emoción, sobre el llanto de un estudiante enamorado que no encuentra una rosa y sobre como un ruiseñor, admirado ante la belleza del Amor, decide encontrarsela. Para ello, solo hay un medio terrible, le dice al ruiseñor un rosal marchito: Cantar para él, con el pecho apoyado en una espina. Mientras J.B. va narrando este pasaje del cuento, le parece que la tercera muleta se está convirtiendo en ruiseñor. Continúa leyendo como el rosal marchito le dice al pájaro  “cantarás para mí durante toda la noche, y la espina te atravesará el corazón, y la sangre de tu vida correrá por mis venas, y se convertirá en sangre mía”. Y de cómo el pájaro decidió dar su vida por el Amor del estudiante. El corazón de un hombre, pensaba el ruiseñor, es mucho más importante que el corazón de un pájaro. Sigue contando J.B. como el ruiseñor apretó más y más su pecho a la espina mientras cantaba hasta que, en el último estallido de su música antes de morir, se abrió la rosa roja. Y mira J.B. a los ojos almendrados, más grandes y abiertos que nunca, antes de acabar el cuento. Con cierto aire de satisfacción, narra su final: la bella chica desprecia la rosa roja del estudiante y este la tira al arroyo, donde la aplasta un pesado carro. “¡Que tontería es el amor! –se decía el estudiante a su regreso –No es ni la mitad de útil que la Lógica, porque no puede probar nada, habla siempre de cosas que no sucederán, y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y en nuestra época todo estriba en ser práctico. Voy a volver a la Filosofía y al estudio de la Metafísica. Y ya de vuelta en su habitación sacó un gran libro polvoriento, y se puso a leer”. Mientras las ancianas aplauden, J.B. mira la lágrima disimulada de Rosalinda y, por un momento, se imagina cruzar la sala erguido, secarle sus ojos almendrados con toda la ternura que él sabe, seguro, podría transportar su dedo. Pero al acabar el aplauso se ríe y solo hace un agudo comentario sobre la inutilidad de las rosas.

Acaba la cita  semanal de los jueves a las seis y media. J.B. se levanta patizambo, con su mancha roja en la mejilla, su párpado caído y su chepa. Tras despedirse de las viejas, mirando al suelo, arrastra sus pies en el camino de vuelta de la parroquia a casa. Solo la oscuridad de la noche le protege de las miradas de desprecio o compasión que, como siempre, encuentra en aquellos (hombres, mujeres, niños, perros, ratas) con los que se cruza por la acera. Llega a casa. Con unos ojos almendrados clavados en su alma jorobada.

Publicado en Revista Axis, Julio 2004,  Sección Médicos y artistas


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