miércoles, 13 de octubre de 2010

El peligro de leer a Poe



 Mª Teresa Cañas

Conocí al profesor Marfa una mañana de invierno en el parque, en Campo Grande. Mi perro, cuyo carácter resultaba de una extroversión apabullante siempre que de hembras de su especie se tratase, olió a su perra, una melosa cocker spaniel. Pronto hicieron buenas migas, él husmeándole continuamente el trasero y ella haciéndose la difícil pero insinuándose sin cesar en un juego erótico perruno de primera magnitud y no exento de elegancia. Mi perro pronto se enamoró de ella, así que separarle de su lado y, por ende, separarme yo del lado de su dueño, el profesor Marfa, empezó a ser una complicada tarea en la que había que derrochar una buena dosis de imaginación y algo de fuerza bruta. Tantos incidentes hicieron que pronto el antiguo profesor y yo entabláramos conversación. Empezamos hablando de los perros, su lealtad, sus gracias, lo que les gustaba para comer, donde dormían, si se subían o no a los sillones, qué pelotas les gustaban y qué mimos, lo desobedientes que eran, lo limpios, lo afectuosos, cariñosos y fieles, lo malo que es para ellos el chocolate, como educarles los esfínteres, la humanidad perruna y lo perros que somos los humanos…. En fin, esas conversaciones que se tienen habitualmente cuando uno saca a pasear al perro y tu perro hace buenas migas con otro perro que también está paseando con su amo. Pero a la tercera mañana que mi perro se encontró con la perra, su dueño, el ex profesor Marfa, tras las frases habituales de cortesía, me preguntó cual era la causa de que un joven como yo se pasara las mañanas en el parque con su perro en vez de ir a trabajar. No tuve más remedio que confesarle lo que desde hace más de dos años era mi triste realidad: me había convertido en un opositor. Me miró el ex profesor con una mirada en la que se apreciaba un punto de ironía y otro de vivacidad que me recordaba un poco la mirada de su perra cuando vacilaba a Terri, se sonrió y murmuró: “Ah, yo también fui opositor una vez…” Y fue entonces cuando me contó su historia, el relato con el que me perdió:

“Estudié Literatura Inglesa en Madrid con un expediente excelente. Pronto empecé a formar parte del Departamento de la facultad y me convertí en una persona muy apreciada por el jefe, un catedrático despistado y bonachón que presumía ser uno de los españoles que mejor conocían a Shakespeare. Tanto, que me invitó a su casa en alguna ocasión y me presentó a su mujer, una madurita alegre con la que congenie demasiado y a la que entretenía, ya imaginas cómo, mientras su marido se repasaba de nuevo Otelo. Pronto el jefe me propuso opositar para una cátedra en la que él sería el presidente del tribunal y los demás miembros personas que se dejarían llevar por su opinión, muy respetada en el ámbito universitario. Acepté y me preparé la lección magistral. Pero el grave error fue que elegí como tema a Edgar Allan Poe, al que no sé si habrás leído, pero cuyos relatos, además de inspirar terror, hablan de la tendencia que tenemos los seres humanos, o al menos alguno de ellos, a arruinarnos la vida. Así que leí a fondo sus relatos, sus poemas, conocí su biografía atroz, los ensayos sobre él y realmente preparé una verdadera lección magistral. Pero el día anterior a su lectura, empecé a darle vueltas y más vueltas a uno de sus cuentos, El demonio de la perversidad, en el que el protagonista no puede evitar confesar que ha cometido un crimen y lo confiesa sólo por “perversidad”, o sea, por una tendencia innata, un impuso primitivo y radical que le empuja irresistiblemente a efectuar algo que sabe con seguridad que es una equivocación o un error, a realizar alguna acción por la única razón de que no debería hacerla. Había algo que me intrigaba en ese relato. No dormí nada y con esos pensamientos enmarañados fui a examinarme; mi actuación fue excelente, aún teniendo claro desde el principio que el puesto era para mí, creo que la lección impresionó a todos… casi hasta el final. Porque entonces, para acabar, se me ocurrió hacer una broma un poco tonta en la que sacaba a colación mis conocimientos sobre los encantos más íntimos de la mujer del presidente del tribunal y admirado bienhechor mío. No pude luchar contra el demonio de la perversidad que Poe me había introducido en el cuerpo y la broma me salió tan hilada que sospecho que sin enterarme la había preparado yo mismo durante al menos la noche anterior al examen. El tribunal me suspendió “por aseveraciones infundadas y  falta de rigor y concisión”, dejando la plaza desierta ya que yo fui el único que me presenté. Por supuesto, no volví a entrar en el departamento, mis trabajos literarios fueron despreciados, mi novia me dejó y después de ello trabajé como profesor de literatura en un instituto hasta mi jubilación. Mi familia me rogó que fuera al psiquiatra quien me explicó que en realidad fue una manera de castigarme por mi relación con la mujer del catedrático. Estaba imitando, me dijo, al personaje de Poe que se delató a causa de la culpabilidad que sentía por haber cometido el crimen. Por eso, es preferible, si uno tiene algo que ocultar que no lea a Poe”

Obviamente, no era mi caso ya que mis oposiciones eran multitudinarias y desconocía al presidente del tribunal si lo había, y cómo no, a su mujer, en el caso de que la tuviese. Tampoco había matado a nadie. Además mi vida se había vuelto tan rutinaria y aburrida en los dos últimos años que había terminado haciéndose transparente. Por eso, no dudé en comprarme las obras de Poe y esa misma noche leí El demonio de la perversidad y algún otro cuento más. Para mi desgracia fue entonces, demasiado tarde, cuando me di  cuenta que bien el viejo profesor o bien su psiquiatra se habían equivocado. Lo que contagiaba del cuento de Poe no era necesariamente la necesidad de delatarse después de cometer una mala acción, no, había algo mucho más excitante que eso. Era, me pareció, la posibilidad de sacarle la lengua a lo conveniente, lo útil, lo lógico, lo acertado, lo práctico, lo razonable, y percatarse de la posibilidad que hay de realizar conscientemente alguna acción totalmente absurda, totalmente degradante para uno mismo y sin sentido. Al día siguiente, desasosegado, me acerqué con mi perro al parque a la hora acostumbrado y sin prolegómenos le comenté a Marfa mi opinión sobre el cuento. Esperaba que el viejo me demostrase que mis pensamientos de la noche estaban equivocados. Pero el profesor me miró con una mirada en la que se apreciaba un punto de ironía y otro de vivacidad que me recordó de nuevo la mirada de su perra cuando vacilaba a Terri, se sonrió, me dio una palmada en el hombro y se fue deseándome suerte.

No volví a ver al viejo profesor ni a su perra aunque durante muchas mañanas paseé por Campo Grande con el corazón en un puño. Tampoco volví a estudiar; estaba absolutamente convencido que el día del examen saldría a relucir el espíritu de la perversidad que dominó al personaje del cuento y al profesor Marfa y me llevaría al desastre. Por supuesto, tampoco volví a abrir el libro de Poe, por miedo, no quiero ni pensarlo, a que ese demonio pudiera inmiscuirse en alguna otra faceta de mi existencia. Es peligroso leer a Poe. Ahora trabajo de mancebo en esta farmacia, una vez descartadas las oposiciones. Y ya no tengo perro.


Publicado en la Revista Axis, Sección Médicos y artistas, Abril 2006 

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