miércoles, 13 de octubre de 2010

Mi huésped cronopio



Teresa Cañas
Estaba yo escribiendo un ensayo sobre las motivaciones que puede tener un individuo para quitarse la vida cuando apareció de repente en mi cuarto un cronopio pequeñito - de esos que existen en el mundo de Cortázar- y me susurró al oído: “Te falta un motivo fundamental para matarse: el de vomitar conejitos”. Le agradecí al cronopio el interés que se había tomado en mi trabajo y él decidió quedarse a vivir en mi casa. Pronto supe que nunca se pierde el programa de los Simpson y que después de verlo, baila y canta con tal emoción que los vecinos dan golpes para que se quede quieto, pero el cronopio lo único que hace en esas circunstancias es ponerse a bailar catalá al son de los golpes de los vecinos y estos se aburren de aporrear tanto el techo y al final se callan. Entonces el cronopio se tumba en el sofá y se pone a dormir a pierna suelta hasta la hora de comer. Su comida preferida son las manzanas y el chocolate y le gusta dejar las pepitas de la manzana haciendo figuras en la mesa del salón.

Pero el cronopio que vive en mi casa no es puro. Como ya sabemos gracias a la documentada Historia de cronopios y de famas, los cronopios practican la eugenesia. Ellos, nos informa su historiador Julio Cortázar, no desean tener hijos, porque los hijos de los cronopios odian a sus padres. Por eso los cronopios acuden a los famas para que fecunden a sus mujeres. Los famas aceptan hacerlo en primer lugar porque son seres muy libidinosos y en segundo lugar porque creen que así conseguirán aminorar la superioridad moral de los cronopios. Pero no lo logran, afirma rotundamente Cortázar en ese tratado, pues los cronopios educan a sus hijos a su manera y en poco tiempo se les quita cualquier semejanza con los famas.

Esto es lo que cuenta Julio Cortázar. Pero este estudio lo hizo el autor antes de que se supiera la importancia que tienen los genes no sólo para el color del pelo o para la talla o para los pies planos, sino también para la calidad de la moral. Por eso, aunque en su ya clásica Historia no lo nombrase no es de extrañar que de vez en cuando aparezca un cronopio con algún rasgo aislado, escondido entre ropajes de cronopios, de un hijo de fama. Por ejemplo, puede que tal individuo sea verde, húmedo y erizado como un genuino cronopio y capaz de entusiasmarse como un clásico cronopio y acaricie las flores como lo hacen los cronopios y se niegue en rotundo a mandar una carta con un sello feo, tal como lo haría un cronopio de pura cepa. Aún así, puede que en algún momento, en el momento más inesperado y a pesar de la educación recibida, salga a relucir un gen de fama y se convierta en un ser precavido, trabajador, atento y ordenado.

De esa índole es el cronopio que vive en mi casa. Le gusta coleccionar recuerdos y otras cosas, como por ejemplo, los motivos por los que los seres humanos deciden quitarse de en medio. Por eso pudo ayudarme a terminar mi estudio sobre el suicidio. También  colecciona historias de amor. Y hace unos catálogos en los que apunta estas historias y las que conducen a quitarse la vida junto con la enumeración de las figuras que forma con las pepitas en la mesa del salón. En esto de hacer catálogos parece un fama. Pero como en realidad es un cronopio, mezcla unos elementos de un catalogo con los elementos de otro y al lado de un rombo formado por las pepitas de manzana aparece la más bella historia de amor y, junto a ellas, en un rinconcito, está el frasco de arsénico que produce una contracción horrenda en la mandíbula antes de morir. De vez en cuando me declama, con los brazos en alto y  con mucha emoción, la historia de amor que a él más le gusta, que es -¡cómo no!- una que escribió Julio Cortázar cuando jugaba a la rayuela en su casilla siete y que dice así:  

“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua."
Y cuando el cronopio me recita esto me dan ganas de tocarle su boca y seguir paso a paso cada una de estas instrucciones de amor. Estoy a punto de enamorarme de él y por eso le pido que me hable de esa otra historia, de la historia de ese hombre que vomitaba conejitos y que antes de matarse escribió una carta a una señorita llamada Andrée que era la dueña del apartamento parisino en el que vivían el hombre y los conejitos que vomitaba. Entonces el cronopio me cuenta los destrozos que los conejitos hicieron en la casa, que si royeron los lomos de los libros para afilarse los dientes, que si rompieron las cortinas, las telas de los sillones y el borde de un retrato, que si llenaron de pelos la alfombra... También me cuenta que el hombre se tiró por la ventana al amanecer y que en la acera se encontró, además de su cadáver, los cuerpos de once conejitos espachurrados sobre el asfalto.

Otras veces mi huésped cronopio y yo jugamos a dibujar figuras de famas con pepitas de manzana en la mesa del salón y sin quererlo puede que nos salga la figura seria de una esperanza. Enseguida la deshacemos de un manotazo.

A estas alturas, ya se habrán dado cuenta ustedes que vivir con un cronopio no es nada desagradable. Por eso les aconsejo que si algún día uno aparece en su domicilio le inviten a quedarse. Aunque sean desordenados y bulliciosos, merece la pena su compañía cuando no hay que ir a trabajar.

Publicado en la revista Axis, Febrero de 2007

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