miércoles, 13 de octubre de 2010

La muerte de la mosca

Teresa Cañas




La mosca brinca por la mesa del chiringuito más cercana al mar. Desde una esquina recorre en diagonal unos centímetros y después se eleva, haciendo un movimiento de remolino que asemeja un doble salto mortal. Se deja caer de nuevo sobre la mesa justo en la esquina donde comenzó su andadura. Realiza de nuevo el mismo camino como si se tratase de una danza africana o un misterioso rito. Cómo saber si este movimiento de la mosca, repetido una y otra vez, se debe a un juego, a un cortejo, una forma de mantener a raya a otras moscas o bien es simplemente una maniobra de acecho y control del ambiente. Puede que solo sea una manera de acompañar al mar. Es difícil conocer las intenciones de otros seres –si realmente las tienen, que eso tampoco se sabe- y se puede hacer mil cábalas al respecto, siendo tan verosímil suponer una como la radicalmente opuesta.

Repentinamente, la mosca alza su vuelo y se aposenta en el techo, en el lado izquierdo del ahora apagado tubo de neón, junto a otros puntos negros que puede que sean otros moscones o manchas o mariposas o sombras. No se puede distinguir a estas alturas de la tarde en que la luz del sol se vuelve juguetona y tramposa, una hora antes de desaparecer.

Llegan él y ella y se sientan alrededor de la mesa, uno enfrente del otro, compungidos y solemnes.

-“Debo decirte algo” –dice el hombre mirando las grietas del tablero de madera, escrutando cada nudo, cada fallo, cada veta. La mosca baja revoloteando y se posa en la tersa mejilla de ella, quien hace un gesto con la mano que no se sabe muy bien si está destinado a retirarla o a acompañar la sorpresa fingida que muestran sus ojos al mirarle a él. Y es que ella ya debe saber lo que él va a decir, seguramente lo esté esperando desde hace tiempo, aunque puede que aún no sepa ni siquiera ella misma que lo sabe y que lo espera. Tras un brusco salto a la izquierda – esta vez si se conoce con qué intención, escapar del movimiento de la desvaída mano- el insecto vuelve a aposentarse de nuevo en el tablero que hace un rato había recorrido, sobre el que se encuentran ahora dos pares de manos muy diferentes entre sí: una pareja de manos grandes y peludas, posadas casi sin tocar la mesa, la mano derecha apoyada por el puño mientras sujeta con fuerza a la izquierda como si temiese que ésta se escapase y fuera, por ejemplo, a acariciar esa tersa mejilla que sólo hace un instante la mosca rozó. Y las manos de ella, mucho más gráciles y livianas, abandonadas, desvalidas a lo largo de la mesa, como si hubieran querido agonizar allí, -después de haber espantado una de ellas, para siempre, a una mosca o a una ilusión -, y sujetas por los brazos como un hilo al flujo de la vida. La mosca se acerca poco a poco a la mano izquierda de ella, dubitativa, revoltosa.

-“Amo a otra mujer”-. El mar ruge con olas que se apaciguan suavemente sobre la superficie arenosa, una gaviota grita su súplica a otra y la mosca decide al fin colocarse en el dedo anular de la mano izquierda de ella, al lado de un anillo que él le regaló cuando era a ella a la que amaba. Ella ignora las cosquilleantes patitas de la mosca a caballo entre el dedo anular y medio y ésta comienza, confiada, a explorar la raíz de los dedos y el dorso de la mano. Durante pocos segundos una de sus alas se convierte en cristal tornasolado cuando es enfocado por uno de los últimos rayos de sol, oblicuos y mágicos, que buscan convertir cualquier bagatela en imagen de arco iris. Y es entonces cuando la mujer mira al hombre con una expresión de odio abierto, de rabia que se escapa, de venganza en marcha. Le mira como se mira al tirano, estupefacta, rota, desahuciada. La mosca vuela entonces hasta la uña del primer dedo de la misma mano donde está posada y ahí se queda quieta, sobre la frialdad de  la queratina, a la espera. Pero aún así puede que la tensión de los músculos inmóviles de ella, acumulando potencia, se transmita a los insectos más que a las personas porque mientras el hombre sigue ensimismado en el nudo de madera del tablero de la mesa -en el nudo de madera en el que se aprecia al fondo de su imaginación el rostro de la otra, de la que ahora es ella y su piel nueva y su sonrisa nueva- la mosca huye al borde del respaldo del asiento de la silla en la que se sienta la mujer, rozando levemente el tirante del vestido rosa playero que lleva.

La mujer frunce el entrecejo y después, con una voz queda que no parece la suya, que parece haber salido del comienzo de la vida,  le insulta. El lanza una sonrisa de disculpa y condescendencia, se halla en ese momento del amor en que nada importa -solo el placer de la otra cuando está con él y su mirada y su tacto suave. Lo demás es lejano, nimio, irreal, hasta el dolor de esa que fue ella hasta hace poco y a la que dijo amar. La mosca vuelve al tablero, en esta ocasión se sube, victoriosa, al dorso de la mano derecha de él, hasta la zona más alta en el ámbito del tablero, concretamente, a la punta de su dedo índice, levemente elevado en un gesto que no se sabe si es de reproche o de disculpa.

-“También el amor muere” –dice él. Y con la mano izquierda propina, casi sin percatarse, un golpe seco a la mosca encaramada en su dedo que hace al insecto saltar por los aires para caer, agonizante, boca arriba, en el centro del tablero, meneando las minúsculas patas por última vez antes de permanecer inmóviles para siempre. La mujer mira la mosca en el momento de su muerte – se vuelve observadora indiscreta de ese instante misterioso en que lo vivo abandona la materia y convierte un insecto molesto y pegajoso en un minúsculo grumo encima de la mesa – y recuerda un proverbio absurdo y surrealista que hablaba de cómo aplastar dos adoquines con la misma mosca. Y en ese momento y por un instante le entran unas ganas locas de reírse. Despreciar la traición de él. Ignorar la muerte de la mosca. Reír y después marcharse. Pero sin poder evitarlo añade una derrota más a la derrota que le ha infringido él y, tapándose la cara con las manos, rompe a llorar.

Publicado en la Revista Axis agosto de 2008

Mi huésped cronopio



Teresa Cañas
Estaba yo escribiendo un ensayo sobre las motivaciones que puede tener un individuo para quitarse la vida cuando apareció de repente en mi cuarto un cronopio pequeñito - de esos que existen en el mundo de Cortázar- y me susurró al oído: “Te falta un motivo fundamental para matarse: el de vomitar conejitos”. Le agradecí al cronopio el interés que se había tomado en mi trabajo y él decidió quedarse a vivir en mi casa. Pronto supe que nunca se pierde el programa de los Simpson y que después de verlo, baila y canta con tal emoción que los vecinos dan golpes para que se quede quieto, pero el cronopio lo único que hace en esas circunstancias es ponerse a bailar catalá al son de los golpes de los vecinos y estos se aburren de aporrear tanto el techo y al final se callan. Entonces el cronopio se tumba en el sofá y se pone a dormir a pierna suelta hasta la hora de comer. Su comida preferida son las manzanas y el chocolate y le gusta dejar las pepitas de la manzana haciendo figuras en la mesa del salón.

Pero el cronopio que vive en mi casa no es puro. Como ya sabemos gracias a la documentada Historia de cronopios y de famas, los cronopios practican la eugenesia. Ellos, nos informa su historiador Julio Cortázar, no desean tener hijos, porque los hijos de los cronopios odian a sus padres. Por eso los cronopios acuden a los famas para que fecunden a sus mujeres. Los famas aceptan hacerlo en primer lugar porque son seres muy libidinosos y en segundo lugar porque creen que así conseguirán aminorar la superioridad moral de los cronopios. Pero no lo logran, afirma rotundamente Cortázar en ese tratado, pues los cronopios educan a sus hijos a su manera y en poco tiempo se les quita cualquier semejanza con los famas.

Esto es lo que cuenta Julio Cortázar. Pero este estudio lo hizo el autor antes de que se supiera la importancia que tienen los genes no sólo para el color del pelo o para la talla o para los pies planos, sino también para la calidad de la moral. Por eso, aunque en su ya clásica Historia no lo nombrase no es de extrañar que de vez en cuando aparezca un cronopio con algún rasgo aislado, escondido entre ropajes de cronopios, de un hijo de fama. Por ejemplo, puede que tal individuo sea verde, húmedo y erizado como un genuino cronopio y capaz de entusiasmarse como un clásico cronopio y acaricie las flores como lo hacen los cronopios y se niegue en rotundo a mandar una carta con un sello feo, tal como lo haría un cronopio de pura cepa. Aún así, puede que en algún momento, en el momento más inesperado y a pesar de la educación recibida, salga a relucir un gen de fama y se convierta en un ser precavido, trabajador, atento y ordenado.

De esa índole es el cronopio que vive en mi casa. Le gusta coleccionar recuerdos y otras cosas, como por ejemplo, los motivos por los que los seres humanos deciden quitarse de en medio. Por eso pudo ayudarme a terminar mi estudio sobre el suicidio. También  colecciona historias de amor. Y hace unos catálogos en los que apunta estas historias y las que conducen a quitarse la vida junto con la enumeración de las figuras que forma con las pepitas en la mesa del salón. En esto de hacer catálogos parece un fama. Pero como en realidad es un cronopio, mezcla unos elementos de un catalogo con los elementos de otro y al lado de un rombo formado por las pepitas de manzana aparece la más bella historia de amor y, junto a ellas, en un rinconcito, está el frasco de arsénico que produce una contracción horrenda en la mandíbula antes de morir. De vez en cuando me declama, con los brazos en alto y  con mucha emoción, la historia de amor que a él más le gusta, que es -¡cómo no!- una que escribió Julio Cortázar cuando jugaba a la rayuela en su casilla siete y que dice así:  

“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua."
Y cuando el cronopio me recita esto me dan ganas de tocarle su boca y seguir paso a paso cada una de estas instrucciones de amor. Estoy a punto de enamorarme de él y por eso le pido que me hable de esa otra historia, de la historia de ese hombre que vomitaba conejitos y que antes de matarse escribió una carta a una señorita llamada Andrée que era la dueña del apartamento parisino en el que vivían el hombre y los conejitos que vomitaba. Entonces el cronopio me cuenta los destrozos que los conejitos hicieron en la casa, que si royeron los lomos de los libros para afilarse los dientes, que si rompieron las cortinas, las telas de los sillones y el borde de un retrato, que si llenaron de pelos la alfombra... También me cuenta que el hombre se tiró por la ventana al amanecer y que en la acera se encontró, además de su cadáver, los cuerpos de once conejitos espachurrados sobre el asfalto.

Otras veces mi huésped cronopio y yo jugamos a dibujar figuras de famas con pepitas de manzana en la mesa del salón y sin quererlo puede que nos salga la figura seria de una esperanza. Enseguida la deshacemos de un manotazo.

A estas alturas, ya se habrán dado cuenta ustedes que vivir con un cronopio no es nada desagradable. Por eso les aconsejo que si algún día uno aparece en su domicilio le inviten a quedarse. Aunque sean desordenados y bulliciosos, merece la pena su compañía cuando no hay que ir a trabajar.

Publicado en la revista Axis, Febrero de 2007

Desear a Adonis



 Mª Teresa Cañas
 Cuenta la leyenda que en la tierra de Saba un día un árbol de mirra crujió, se abombó y rajó, dando luz a un bello niño, un niño tan precioso que hasta la Envidia lo alabó. Se trataba nada más ni nada menos que Adonis, cuyo nombre aún hoy en día sigue siendo sinónimo de excelencia en belleza masculina. Voy a relatar lo que nos dice esa leyenda sobre la concepción de Adonis, su hermosura, las disputas que causó entre las diosas, su muerte, las flores a las que se ligó y los jardines consagrados para él. No podré hablar de sus acciones ni de sus desdichas o pasiones o desengaños. Era tan hermoso que la leyenda se olvidó de él y por tanto sólo habla de aquello que su belleza provocó pero apenas nada de lo que deseó él.

En realidad el árbol del que nació Adonis no fue en un principio un árbol sino su madre, Esmirna, metamorfoseada en árbol por los dioses, un árbol de mirra que simbolizará ya para siempre las lágrimas y el dolor. Y es que Esmirna había sufrido una gran pasión, una pasión criminal y prohibida: se había enamorado de su padre, Cíniras, el rey de Chipre. Esta pasión fue el castigo que Afrodita, la verdadera protagonista de esta historia, infringió a Cíniras, ya que el muy estúpido tuvo la osadía de jactarse de la belleza de su hija y compararla con la de ella, que es la diosa del deseo y del amor. Un buen castigo para un padre tan vanidoso. Así que Esmirna una noche que Cíniras estaba borracho se introdujo en su lecho, de incógnito, y según dicen las malas lenguas de la leyenda no fue sólo esa noche ni la siguiente ni la de después, sino cada una de las noches hasta que el rey Cíniras, deseoso de ver a su amante desconocida, encendió una luz y al descubrir que la amada era su hija, según algunos intentó matarla y según otros se suicidó él. Esmirna, aterrorizada y muy triste, huyó, reconoció su culpa y pidió auxilio a los dioses y entonces fue cuando uno de ellos, probablemente Afrodita, la protagonista de esta historia, la convirtió en el árbol de mirra que se abombo y rajó, dando como fruto a Adonis, el niño más bello que jamás vio una diosa, hijo de su hermana y de su abuelo, aquél que hasta la Envidia alabó...

Afrodita ocultó al hermoso niño en un arca que confió a Perséfone, la diosa de los Infiernos y segunda protagonista de esta historia. No han llegado hasta nosotros los motivos por los que aquélla confió el arca a ésta y, como se trata de asuntos de diosas, es preferible no especular mucho sobre ello. Bien fuera porque quería ocultarlo de los ojos de otros dioses, bien porque quisiera condenarle ya recién nacido a los Infiernos, lo que sí está claro es que no creyó que Perséfone, la diosa de la noche, abriera el arca, como hizo, y viera al  bello niño, se encariñase con él y lo criase en su palacio. Creció por tanto el precioso niño en el palacio oscuro hasta que se convirtió en un joven tan hermoso que Perséfone le hizo su amante. Afrodita, al enterarse, se enfureció y le reclamó al joven, negándose a ello la altiva diosa del Infierno.

Así que Afrodita, Venus la llamarían los romanos, solicitó ayuda a Zeus, el padre de los cielos. Pero éste, algo celoso por el interés de la diosa por Adonis, no quiso tomar parte y le encargó a la ninfa Calíope que presidiese un tribunal que se ocupara de ello. Y este tribunal decidió que ambas tenían igual derecho sobre el bello Adonis y que por tanto una tercera parte del año lo pasaría con Afrodita, otra tercera parte con Perséfone y la última tercera parte sería para lo que él desease, libre de las exigencias amorosas de las dos diosas. (Según dicen algunos, Afrodita más tarde se vengaría cruelmente de la ninfa Caliope por este veredicto tan equitativo e inspiraría a las mujeres tracias un amor tan inflamado por Orfeo, el hijo de Calíope, que al no verse correspondidas por éste le cortarían entre todas la cabeza)

Pero es en esta parte de la leyenda donde Afrodita, la verdadera protagonista de esta historia, demostró todo su poder de seducción, su atractivo y su belleza, con los que hasta al mismo Zeus tiene cautivado. La diosa del amor, con sus artes, pudo convencer fácilmente a Adonis para que renunciase primero a su tercio de tiempo libre y luego fuera arañando el tiempo que le correspondía con Perséfone. Y Adonis, que ha sido hecho para ser deseado pero que sobre sus deseos nada se sabe, fue realizando lo que Afrodita, la diosa del deseo, sugería, desobedeciendo la orden que el tribunal dio y pasando todo el año junto a ella, desdeñando a la libertad y al Infierno.

Perséfone, enfurecida, le dijo a Ares, el dios de la guerra y reconocido amante de Afrodita, que observase cómo ésta prefería a Adonis antes que a él. Ares, celoso, se disfrazó de jabalí salvaje y clavó todos sus dientes en la ingle del bello joven y lo derribó moribundo en la rojiza arena. Afrodita se hirió al intentar socorrer a su amado y con su sangre derramada, las rosas, que al principio eran blancas, fueron teñidas para siempre de rojo. Además, de la sangre del propio Adonis surgió una flor de su mismo color, la anémona, cuyo disfrute es corto, como dice Ovidio, ya que los mismos vientos arrancan a la que está mal sujeta y pronta a caer por su excesiva falta de peso. Por eso, Adonis será siempre un nombre ligado también al de la vegetación, al árbol de la mirra, la rosa y la anémona. En su honor, la misma Afrodita consagró unos famosos jardines formados por plantas que las mujeres sirias regaban con agua caliente, por lo que nacían rápidamente y morían enseguida, simbolizando la prematura muerte del bello Adonis.

Lo que no siempre cuenta la leyenda es que Afrodita, abrumada por el dolor, suplicó tanto y tan insistentemente a Zeus –que como ya hemos dicho la miraba con buenos ojos- que éste al fin consintió que Adonis pasara la mitad del año más oscura con Perséfone, la diosa de los infiernos, y la otra mitad del año, la más luminosa, con la propia Afrodita.

Adonis pasó a representar entonces el espíritu de la vegetación anual, la semilla que permanece oculta en la tierra durante una parte del año (con Perséfone) para poder germinar luego. Y es por ello por lo que Adonis no es sólo la expresión de una belleza masculina vegetal, pasiva y amedrentada, que carece de la heroicidad de un Aquiles o de un Hércules. Su misión es de otra índole pero no por ello menos valiosa: es el portador de algo tan bello que, deseado tanto por la diosa del amor como por la diosa de la noche, irá alternándose entre una y otra en un pacto divino, de la oscuridad bajo tierra a la luz sobre ella, de Perséfone a Afrodita, del infierno al amor, convirtiéndose así en semilla permanente que se oculta y fructifica, eternamente.

Publicado en la Revista Axis, Sección Médicos y artistas, Febrero 2006

Instancia de Sancho Panza a los miembros de la Real Academia de la Lengua Española

Mª Teresa Cañas



Como ya conocen vuesas mercedes, mi nombre es Sancho Panza y hace casi cuatro siglos tuve el honor de ser escudero del más famoso caballero andante que en el mundo ha habido. La gloria de mi señor, el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, es recordada y agasajada desde entonces, en cualquier parte descubierta de la tierra, y lo será en los tiempos venideros. Y con ella, la de mi humilde persona.

Mi nombre aparece, con letras de molde y en cursiva, en los diccionarios del español que se van reproduciendo año tras año, siglo tras siglo. Así lo definen: Sancho Panza: Se aplica a la persona acomodaticia y falta de ideales. Y ese es el motivo por el que me dirijo a Vuestras Excelencias, esperando subsanar este execrable error al que ha llevado la ironía maliciosa de Miguel de Cervantes, mi biógrafo no autorizado.

Porque, como él dice, yo era hombre de bien y de muy poca sal en la mollera, simple, tragón y un poco avaricioso. Y es verdad que, cuando inicié el periplo con mi señor, lo hice ante sus promesas de hacerme gobernador de una ínsula. Pero, tras las primeras jornadas que pasé con él, jornadas en que fui apaleado, manteado, embestido y despojado de mi querido jumento, por muy sosa que fuera mi mollera, no dudaba que el gobierno de la ínsula no era más que otra ilusión de mi loco caballero. Como los gigantes, los ejércitos y los castillos. Y aunque a cada momento pensaba que debía volver a mi casa de aquella aldea de cuyo nombre Don Miguel no tiene a bien acordarse, seguí a mi estrafalario señor en su aventura. Comiendo queso y pan duro, mientras mi caballero se alimentaba sólo de las hierbas del bosque. A eso no se le puede llamar ser acomodaticio. Y seguí a Don Quijote, el señor de sabio lenguaje y descabelladas acciones, por un único motivo: la luz refulgente de sus ojos cuando miraban el mundo. Es entonces cuando mi ser sanchopancesco empezó a quijotizarse.

Mi enamorado señor, renombrado Caballero de la triste figura, me pidió entregara una carta a su amada Dulcinea, día de su noche, gloria de su pena, norte de sus caminos y estrella de sus venturas. Mientras él quedaba en Sierra Morena haciendo penitencia como muestra de su amor. Me reveló que Dulcinea no era otra que Aldonza Lorenzo, la hija de Lorenzo Corzuelo, a la que sólo había visto cuatro veces, que era hermosa como ninguna y a la que nadie mejoraba en su buena fama. Y antes de despedirse me confesó que él imaginaba que todo lo que decía era así y que así pintaba a su Dulcinea en su imaginación no ganándola en belleza o en principalidad ni Elena, ni Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina. Y que esto que decía podía ser rechazado por los ignorantes, pero nunca castigado por los rigurosos. Y, mirando la luz que refulgían sus ojos, comprendí inmediatamente que tenía razón y así se lo exprese. Por lo menos, para mi señor, yo no era tan necio como me pinta Cervantes.

Y me seguí quijotizando.

A mi señor le dije que había entregado la carta a su Dulcinea. Pero en realidad, a quien se la había dado era a mi Dulcinea. Aunque el señor barbero y el cura pensaran que la había dejado olvidada en el monte. Y mi Dulcinea ahechaba trigo y olía hombruno, mientras que la de mi señor ensartaba perlas y olía a fragancias aromáticas.

Pasado algún tiempo y muchas aventuras, fuimos el excelso Don Quijote y yo a buscar a Dulcinea a su pueblo, el Toboso. Mi señor me puso en un aprieto al pedirme que le enseñara la morada de su amada. Por lo que decidí convertir en Dulcinea a una moza aldeana, carirredonda y chata, con olor de ajos crudos. La mirada de mi señor se inundó de pena cuando creyó que Dulcinea, víctima de la malicia de los encantadores que le tenían ojeriza, se había transformado para sus ojos en una garrula basta y sucia. Y esta mirada me dessanchopanzó del todo.

Aunque no dudaba que Don Quijote estaba loco, o era un mentecato, le seguí cual perro fiel. Mi señor, despreciando la hacienda, pero no la honra, satisfacía agravios, enderezaba tuertos, castigaba insolencias, vencía gigantes y atropellaba vestigios. Y yo con él, como escudero imprescindible en sus hazañas. Como le dije al eclesiástico inane que tuvo la osadía de llamar a mi señor Don Tonto yo deseaba ser como él, un buen señor, aunque pasara por loco o mentecato. A eso no se le puede llamar falta de ideales. Y mis ojos refulgían también cuando miraban el mundo, que se había poblado de gigantes, princesas desvalidas y desagravios que acometer. 

Fuimos huéspedes de Duques en castillos. En un caballo de madera llamado Clavileño subimos al cielo, desde donde pude ver toda la tierra no mayor que un grano de mostaza. Se me nombró finalmente gobernador de una ínsula, de nombre Barataria, y a todos asombré por mi sabiduría y buen juicio. Renuncié a su gobierno cuando comprendí que mi alma no era alma de gobernante, sino de escudero de un héroe. En Barcelona fuimos aclamados y agasajados por las gentes, justo antes de que mi señor fuera tristemente derrotado en esa ciudad por el caballero bachiller del sentido común. Ambos sabíamos que un halo de burla empañaba la mirada de los que nos celebraban y adulaban, pero lo desdeñábamos; los ojos empañados no tienen la luz necesaria para poder mirar el mundo ni valorar nuestras hazañas que, como dijo nuestro historiador, sólo pueden mover a la admiración o a la risa.

Cuando Alonso Quijano el Bueno decidió matar a Don Quijote justo antes de morirse él, sollocé, le supliqué que no lo hiciera y que nos fuéramos de pastores a buscar a nuestras Dulcineas ya desencantadas. Pero el hidalgo Alonso Quijano murió por la melancolía que le produjo su asesinato de Don Quijote.

Nuestras aventuras empezaron a ser famosas en casi todas las partes del mundo mientras nosotros andábamos por las llanuras de Castilla. Treinta mil volúmenes se imprimieron y treinta mil más estaban en camino ya en ese tiempo de nuestra cabalgadura. Hagan ustedes la cuenta de los que se han publicado desde entonces. En todos aparece la misma historia: las hazañas del ingenioso hidalgo y de su escudero Sancho Panza. Como habrán podido comprobar en ella, mi vida de escudero fue todo menos la de una persona acomodaticia y falta de ideales.

Por eso, suplico a vuesas mercedes lo siguiente: Que no sigan utilizando mi humilde nombre para definir a ese tipo de personas. Mi sesera me dice que existen nombres que se ajustan mucho más a esta definición. Como, por ejemplo, Sansón Carrasco o barbero o cura o Antonia Quijana. Seguro que entre sus contemporáneos encontrarán muchos afamados nombres con que definirlo, si no tienen a bien estas propuestas que les hago. Sancho Panza no. 

Sancho Panza se aplica al escudero fiel y converso al sueño de su señor.

Y es que resulta que algunos sueños se contagian. Aunque sólo lo hacen aquellos sueños que despiertan.

Como quién a buen árbol se arrima buena sombra le cobija, remato mi petición con las palabras que el honorable Don Miguel de Unamuno pronunció a favor de mi causa: “De todo ello hemos de concluir que Sancho vivía, sentía, obraba y esperaba bajo el encanto de un poder extraño que le dirigía y llevaba contra lo que veía y entendía, y que su vida toda fue una lenta entrega de sí mismo a ese poder de la fe quijotesca y quijotizante”.

Publicado en Revista Axis, Mayo 2004,  Sección Médicos y artistas

El alma jorobada


Mª Teresa Cañas

Jueves, seis y media de la tarde. La cita semanal con el milagro. Durante las dos próximas horas, la flecha del desprecio que se empeñó en señalar a J.B cuando nació cambiará de sentido. Apuntará hacia fuera. Durante esas dos horas milagrosas de tarde de jueves, J.B. olvida la repugnante mancha color vino que ocupa su pómulo derecho. Olvida su párpado caído y su joroba. Olvida, también, las burlas y pedradas de los niños de su infancia, el temblor vergonzante ante el rugido de su jefe en las mañanas, las palmadas compasivas que esquivan la repugnancia de los buenos vecinos. Y a su madre, convertida al rencor ante un marido que abandona y un hijo contrahecho, una letanía de llanto monocorde.

Jueves, seis y media de la tarde. Es la hora de la tertulia literaria semanal en la parroquia. En los seiscientos metros que separan su casa de la iglesia como que la mancha rojiza palidece, su figura se hace esbelta y sus dos ojos pueden mirar al fin de frente. Le esperan una veintena de viejas que, desde los rescoldos de su vida, se reúnen cada jueves para leer poesías, contar cuentos y, los días en que Doña Milagros está despierta, cantar alguna jota. El, como siempre, distinto al resto, pero aquí, en la tertulia, no lo es por su joroba, sino por todo lo contrario, por algo que intuye que esas ancianas de mirada húmeda envidian: carga a sus espaldas medio siglo menos que cualquiera de ellas. Durante las dos horas que dura la tertulia, J.B. se vuelve mordaz, ingenioso, comenta con sarcasmo los textos que ellas, vacilantes, recitan. Poesías que hablan del amor, de la muerte, del paso de los años, de la ausencia. Y él, durante este tiempo de milagro, da una chispa de humor y escepticismo a esta reunión de viejas. Intenta, sin éxito, escandalizarlas con poemas escabrosos, párrafos nihilistas y estrofas irreverentes.

Los jueves a las seis y media de la tarde, la flecha del desprecio, que se empeñó en señalar a J.B. cuando nació, cambia de sentido. Apunta hacia fuera.  Y J.B se burla en silencio de estas carcamales de labios rojos pintarrajeados y nariz de loro, peinadas, año tras año, exactamente igual los jueves en la mañana por el peluquero de la esquina. Viejas recargadas de bisutería entre la que se esconde una alianza, una cruz o un camafeo ennoblecidos por el metal y el tiempo. Se mofa de la energía rancia que exhiben en seguir viviendo.  Las desprecia con su alma jorobada. Aunque J.B sabe que, si pudiera alisar su alma, brotarían raudales de ternura y admiración hacia aquellas ancianas. Mujeres que han quedado solas en sus pisos oscuros y, con la espalda cargada con casi un siglo de esperanzas abortadas, buscan en sus estanterías de formica un poema que hable de una flor o de un amor ilusionado. Y es que J.B se ha propuesto desde siempre evitar el dolor que supondría  enderezar la joroba de su alma.

En la tertulia de los jueves, a las seis y media de la tarde, ha aparecido, en las últimas semanas, un nuevo elemento . Doña Lola, la tertuliana más acomodada de la reunión, viene acompañada de una señorita de compañía que le ayuda a subir las escaleras tras su intervención de cadera. Se trata de una joven mujer ecuatoriana, achaparrada, poco agraciada, de ojos almendrados y pelo lacio, que cada jueves se sienta en silencio a la derecha de Doña Lola. Durante toda la sesión permanece silenciosa y en tensión sentada al borde de la silla, parece que escucha atentamente las lecturas que se hacen y, cuando las viejas ríen, ella se sonríe levemente. Pero, además, J.B. se percata que los ojos almendrados de la ecuatoriana se posan insistentemente, nerviosamente, en él, y que parecen vibrar en su cuerpo cada vez que una vieja insiste en leer sobre ese tema tan manido y absurdo que se llama amor. Cuando J.B. pasa su mirada desdeñosa por el lado derecho de Doña Lola, los ojos almendrados se estremecen y miran a lo lejos. Doña Lola la ha presentado como Rosalinda, nombre ridículo, perfecto para ella, aunque J.B, como la flecha del desprecio cambia de sentido los jueves por la tarde ha decidido llamarla, sin más, la tercera muleta de Doña Lola.

En las últimas semanas J.B. ya no busca en internet textos con los que escandalizar a las pobres viejas, sino lecturas para humillarla a ella, a Rosalinda, la tercera muleta de Doña Lola. Y este jueves, su marcha hacia la iglesia parece más erguida que nunca, con la vista más al frente. Camina con una sonrisa torcida mientras que se frota las manos satisfecho. Piensa, hoy si que le va a gustar mi elección a la tercera muleta.

Y este jueves, en su cita semanal a las seis y media, J.B. pide permiso para leer un cuento. Se llama, y mientras lo dice posa por primera vez su mirada en Rosalinda, El ruiseñor y la rosa. Es un cuento de Oscar Wilde. La ecuatoriana, al notar su mirada, al conocer que el título del cuento lleva su nombre, pega un respingo en la silla, sus brazos se cubren de un temblor imperceptible y su tez cetrina enrojece. J.B. se sonríe por dentro e inicia con una voz vibrante y cálida la lectura del cuento: “Dijo ella que bailaría conmigo si le llevaba unas rosas rojas...” Lee, con emoción, sobre el llanto de un estudiante enamorado que no encuentra una rosa y sobre como un ruiseñor, admirado ante la belleza del Amor, decide encontrarsela. Para ello, solo hay un medio terrible, le dice al ruiseñor un rosal marchito: Cantar para él, con el pecho apoyado en una espina. Mientras J.B. va narrando este pasaje del cuento, le parece que la tercera muleta se está convirtiendo en ruiseñor. Continúa leyendo como el rosal marchito le dice al pájaro  “cantarás para mí durante toda la noche, y la espina te atravesará el corazón, y la sangre de tu vida correrá por mis venas, y se convertirá en sangre mía”. Y de cómo el pájaro decidió dar su vida por el Amor del estudiante. El corazón de un hombre, pensaba el ruiseñor, es mucho más importante que el corazón de un pájaro. Sigue contando J.B. como el ruiseñor apretó más y más su pecho a la espina mientras cantaba hasta que, en el último estallido de su música antes de morir, se abrió la rosa roja. Y mira J.B. a los ojos almendrados, más grandes y abiertos que nunca, antes de acabar el cuento. Con cierto aire de satisfacción, narra su final: la bella chica desprecia la rosa roja del estudiante y este la tira al arroyo, donde la aplasta un pesado carro. “¡Que tontería es el amor! –se decía el estudiante a su regreso –No es ni la mitad de útil que la Lógica, porque no puede probar nada, habla siempre de cosas que no sucederán, y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y en nuestra época todo estriba en ser práctico. Voy a volver a la Filosofía y al estudio de la Metafísica. Y ya de vuelta en su habitación sacó un gran libro polvoriento, y se puso a leer”. Mientras las ancianas aplauden, J.B. mira la lágrima disimulada de Rosalinda y, por un momento, se imagina cruzar la sala erguido, secarle sus ojos almendrados con toda la ternura que él sabe, seguro, podría transportar su dedo. Pero al acabar el aplauso se ríe y solo hace un agudo comentario sobre la inutilidad de las rosas.

Acaba la cita  semanal de los jueves a las seis y media. J.B. se levanta patizambo, con su mancha roja en la mejilla, su párpado caído y su chepa. Tras despedirse de las viejas, mirando al suelo, arrastra sus pies en el camino de vuelta de la parroquia a casa. Solo la oscuridad de la noche le protege de las miradas de desprecio o compasión que, como siempre, encuentra en aquellos (hombres, mujeres, niños, perros, ratas) con los que se cruza por la acera. Llega a casa. Con unos ojos almendrados clavados en su alma jorobada.

Publicado en Revista Axis, Julio 2004,  Sección Médicos y artistas


Ulises en España

Ulises en España

Mª Teresa Cañas

Vivía en el primer piso del número dos de Pasajes, la calleja más oscura y estrecha de todo el pueblo. Desde la ventana no podía escudriñar el cielo pero aún así era capaz, con una simple ojeada, de saber cómo venía el día y en que estación del año se encontraba. Cuarenta años de experiencia dan para mucho. Por eso, lo primero que hacía al levantarse era abrir la ventana, sacar la cabeza, mirar hacia la izquierda y fijarse en las ramas del olmo de la plaza que sobresalían al final de la calle. Observaba si se mecían o no en el aire, si escurría la escarcha o los regueros de lluvia, si tenían el verde alegre y fosforescente de la primavera o por el contrario el verde maduro del estío. O si las hojas amarilleaban y enrojecían antes que el árbol se desnudase para su sueño de invierno. Pero además, conocía bien la oscuridad de su pasaje. Sabía cuando era oscuridad de noche, cuando oscuridad de niebla. Y como esa misma oscuridad se iba clareando con la proximidad del solsticio para que un rayo de sol lograse, al fin, durante dos semanas, subir más alto que los edificios de alrededor y alumbrar, victorioso, quince minutos al mediodía, la ventana del cuarto piso del número tres de la calle Pasajes. Y era entonces cuando la inquilina de ese piso sacaba un geranio paliducho y atormentado a la ventana. Esta vecina había llegado hace casi veinte años a la calle Pasajes como una recién casada danzarina. El tiempo, las preñeces sucesivas y las borracheras del marido le habían dado una gravidez amarga, permanente, a sus pómulos y a la comisura de sus labios. Su indumentaria, cuando a las diez de la mañana salía a trabajar como dependienta en la zapatería, también le había servido a él para conocer las inclemencias y clemencias del tiempo: su abrigo de paño, el paraguas, el vestido corto y sin mangas del verano...

Pero el abuelo tenía importantes razones para estar siempre al día sobre la fecha en que se andaba. Por eso, cada Noviembre, compraba su taco calendario Myrga de pared en la papelería del pueblo. Regresaba a casa con él y lo guardaba, envuelto y todo, en el cajón de su mesilla. El día 1 de Enero, por la mañana, lo desenvolvía y procedía a reflejar en las hojas correspondientes la lista de eventos significativos: la fecha del aniversario de boda, las fechas de cumpleaños de su mujer, de su hijo y de su hija. Con los años, las fechas de cumpleaños de sus nietos. Y, sobre todo, para rodear con un rotulador naranja comprado exclusivamente para ese fin, el día 16 de Junio. Naranja como su pelo, pensaba. Y ponía el taco en la pared, retirando previamente el cartón en el que se había convertido el del año anterior. Cada noche, iría quitando la hoja correspondiente y disfrutaría con los crucigramas, chistes, consejos útiles y citas célebres con los que el calendario le agasajaba al finalizar el día.

A medida que se acercaba el mes de Junio se mostraba más inquieto. Y ese día, el día 16 de Junio, el día de su viaje a Itaca, el abuelo se levantaba temprano, miraba por la ventana y se vestía con sus mejores ropas. Quince minutos (que con los años fueron veinte) tardaba en llegar andando a la estación de autobuses para coger el que salía hacia la capital a las siete y veinte. Llegaba a su destino a las ocho y en el bar de la estación desayunaba un café con leche, cuatro churros y una porra y hacía tiempo hasta la salida a las nueve y media del autobús que le llevaría a su destino. A las diez y media aproximadamente alcanzaba por fin a divisar la playa de ese pueblecito costero donde sirvió de camarero durante un verano.

Fue allí donde conoció a Sally O´Connors, una joven irlandesa pelirroja, de tez muy clara y ojos azul primavera, algo rolliza, y con una risa que se desbordaba entera por toda su cara y todo su cuerpo. Sally, estudiante de Filología hispánica, estaba pasando el verano en España para perfeccionar su castellano. Y con ella el abuelo, entonces aún joven, vivió su última (o quizás única) historia de amor. Durante esas semanas Sally le cantó baladas irlandesas, le habló de su pueblo natal y su querido Dublín y le contó una extraña costumbre que tenían algunos universitarios dublineses: El día 16 de Junio, día que llamaban Bloomsday, se reunían para imitar las idas y venidas que había realizado un viejo judío dublinés, llamado Leopold Bloom, ese mismo día en 1904.Así, subían a una torre, paseaban por una playa, compraban jabón en una droguería, entraban en una iglesia, visitaban un cementerio, cruzaban puentes, iban de peregrinaje por determinadas calles, comían cerdo y, sobre todo, bebían cerveza en varios pubs.  Sally, azuzada por el recuerdo de su tierra, podía pasarse horas hablando, con su indescriptible acento, sobre esos lugares y ese personaje. Aunque el abuelo, entonces aún joven, no entendía muy bien todo ese asunto, se entusiasmó con ella y por ella y su risa desbordante.

El día de su partida Sally le regaló envuelto en papel naranja, como su pelo, un libro llamado Ulises donde se contaban las peripecias que Leopold Bloom pasó un 16 de Junio, del cual el abuelo no consiguió leer ni las dos primeras páginas. Prometieron ambos solemnemente que el próximo Junio se encontrarían en Dublín para imitar los pasos de Bloom. Durante los meses siguientes, mantuvieron una apasionada correspondencia en la que planeaban minuciosamente los lugares que visitarían juntos.  El abuelo, entonces aún joven, leía y contestaba las cartas mientras miraba a su sobria mujer remendar los calcetines y dar de comer a sus hijos. Cuando escribía a la irlandesa, su plan de viaje le parecía más real y con más fuerza que su vida en la calle Pasajes. Por la noche, en cambio, esos mismos planes le resultaban tan absurdos y tan tétricos que no le dejaban dormir. En Mayo, al fin, decidió escribir a la joven pelirroja una escueta nota en la que le decía que, naturalmente, sus obligaciones familiares le impedían viajar. No volvió a saber de Sally. Pero ese 16 de Junio hizo su primer viaje a Itaca. Cuando llegó al pueblo donde la había conocido, se sentó en la arena de la playa y caminó con Sally, mientras miraba al mar, por un Dublín nublado y de ensueño.

Desde entonces cada año el abuelo celebraba su particular Bloomsday en el pueblo costero. Pasaba la mañana en la playa con una Sally siempre joven y siempre risueña. Después comía unos huevos y unas salchichas con una jarra de cerveza en el chiringuito donde él fue camarero y que cambió de dueño al año siguiente. Daba un paseo por el pueblo y a las cinco de la tarde se subía de nuevo al autobús que le llevaba a la capital. Aprovechaba la hora y media de espera en esa ciudad para comprar algún regalo a su mujer y a sus nietos y un nuevo autobús, tras cuarenta minutos de viaje, le devolvía de nuevo a su hogar. Allí, volvía a disfrutar cada mañana adivinando el tiempo que se asomaba a la ventana por las ramas del olmo, la vestimenta de la vecina, la oscuridad de su calle. Y deshojando cada noche el calendario.

Cuando el abuelo murió de repente en Navidades su hijo abrió el cajón de la mesilla y encontró, junto al taco calendario Myrga del siguiente año, envuelto y todo, treinta y ocho hojas del 16 de Junio de los treinta y ocho últimos años, ribeteadas de naranja. Tras un gesto de extrañeza las tiró a la basura. Extravagancias del abuelo, pensó, y siguió escrutando el contenido del cajón de la mesilla.

Publicado en Revista Axis, Abril 2005,  Sección Médicos y artistas

El caballo que abrazó Nietzsche.

María Teresa Cañas


Turín, 3 de Enero de 1889. Un hombre de mediana edad pasea por la Plaza de Carlo Alberto. Vestido con pulcritud y discreción, sin ningún signo exterior estrafalario, hay algo en él que hace que algunos se fijen en su silueta cuando pasa. Quizás sea que anda deprisa. O que parece que va musitando algo. O que su aspecto en principio tan anodino, bien por su ancha frente, bien por su mirada - más allá de la plaza y de 1889 - recuerda a un halcón, una mirada febril de halcón libre que mira a sus congéneres enjaulados. En medio de la plaza se para de forma repentina. Observa como un cochero está golpeando sin piedad a su caballo. Se le enciende más su mirada y acercándose al cochero, le recrimina y se abraza al cuello del caballo golpeado y ahí, con la cara oculta entre las crines, llora amargamente, desconsoladamente, un llanto ahíto y sin descanso. Alguien le reconoce, dice, es el huésped extranjero de la pensión de Fino. Avisan a éste y él le convence para que vuelva de nuevo a su habitación.

Esto es lo que dicen que sucedió esa fría mañana de Turín en la que Nietzsche dejó para siempre de hablar. Tres días más tarde, un amigo acudirá a buscarle a Turín, alarmado por el contenido de sus cartas. A partir de este momento, diez años de silencio y de locura le separan de la muerte. Fue el punto final de ese genio de la expresión, de la aventura aguerrida del conocimiento sin trabas, sin concesiones, que todos conocemos. Y que hacen que sus escritos sean cita obligada en cualquier estudio sobre el hombre y su pensamiento. El gran trans-valorador de la moral, el filósofo a martillazos de la afirmación de la vida, termina su periplo llorando abrazado a un caballo maltratado. ¿Fue ese abrazo un signo de su descalabro mental – algo sin sentido, una debilidad de su cerebro reblandecido- o fue, por el contrario, la bella expresión apoteósica de su odisea intelectual?

Las opiniones varían. Su hermana, una embaucadora y falseadora de su vida y de su obra -en su ansia de disimular aquello que podría ser interpretado como un claro signo de enfermedad mental-, describió esta escena como un simple tropezón del filósofo al pasar la calle. Y no reparó en inventarse una ridícula historia sobre como Nietzche vendó por esos días con excelente premura la patita de un perro herido y como éste le dijo ¡guau! agradecido, en un intento pueril de destacar el amor de su hermano por los animales sin comprometer su lucidez. Muchos han considerado que este final enternecedor, un poco a lo Walt Disney, es una prueba ineludible de su enfermedad mental sin ningún otro significado, algo impropio y degradante para este creador de la filosofía del hombre guerrero y noble, del superhombre juguetón y desalmado. Por el contrario, para Milan Kundera este gesto con el que debutó su enfermedad indica una petición de perdón al caballo por el antropocentrismo de Descartes - el animal es sólo un autómata, una máquina viviente, “machina animata”, dijo este último filósofo.

No obstante, la escena que se produjo ese día en la plaza de Carlo Alberto no debió ser totalmente extraña para Nietsche. Uno de sus autores preferidos –Dostoievski, el psicólogo con el que mejor se entendía junto con Sthendal- la había relatado casi exacta como el sueño que tuvo Raskolnikov, el protagonista de Crimen y Castigo, antes de matar a la vieja usurera. En él, un Raskólnikov lloroso de siete años abraza y besa a una pobre yegua moribunda que es terriblemente azotada por su dueño. Si este relato se le hizo presente al filósofo cuando vio a ese caballo torturado, entonces, cabría preguntarse ¿a qué vieja usurera tenía que matar Nietzsche de una vez por todas?.

En las obras y en la vida del filósofo hay poco lugar para el afecto a los animales. Solo aparecen en sentido alegórico, como el águila –símbolo del orgullo- y la serpiente –símbolo de la inteligencia- que acompañan a Zaratustra en la soledad de la montaña. No obstante, aquél a quien consideró su gran maestro, Arthur Schopenhauer, fue un gran amante de ellos y manifestó en más de una ocasión que prefería la compañía de su perro a la de los hombres. Y el joven Nietzsche, en la obra dedicada a ese gran filósofo, Schopenhauer como educador, realizada al inicio de su andadura intelectual solitaria y arriesgada, dice: “En todas las épocas, los hombres más profundos han sentido piedad de los animales precisamente porque los animales sufren en la vida y carecen de la fuerza suficiente para volver contra ellos mismos el aguijón de su dolor y comprender su existencia entera metafísicamente; en efecto, es algo que desgarra el alma tener que contemplar ese absurdo sufrimiento”. Y realmente, según las crónicas, a Nietzsche parece que le desgarró el alma el 3 de Enero de 1889 el sufrimiento de un caballo apaleado.

Y es que da la impresión que la piedad o compasión fue el talón de Aquiles de Nietzsche, el obstáculo que debía superar. Para este filósofo el sufrimiento en el hombre, a diferencia de los animales, tiene un sentido. La disciplina del sufrimiento, del gran sufrimiento, es la que ha creado todas las elevaciones del hombre. “Criatura y creador – nos dice en Mas allá del bien y del mal- están unidos en el hombre: en el hombre hay materia, fragmento, exceso, fango, basura, sinsentido, caos; pero en el hombre hay también un creador, un escultor, dureza de martillo, dioses-espectadores y séptimo día” y la compasión, continúa diciendo, “se dirige a “la criatura en el hombre”, a aquello que tiene que ser configurado, quebrado, forjado, arrancado, quemado, abrasado, a aquello que necesariamente tiene que sufrir y que debe sufrir”. Pero aún así, aún así, en ese libro oscurantista y doctrinario en el que habló Zaratustra consideró a la compasión su último pecado, aquél contra el que el profeta debía mantenerse siempre alerta. En él cuenta como Zaratustra se encontró con el más feo de los hombres y “la compasión le acometió y se desplomó de golpe, como una encina que ha resistido durante largo tiempo a muchos leñadores, - de manera pesada, súbita, causando espanto incluso a quienes querían abatirla. Pero en seguida, volvió a levantarse del suelo y su rostro se endureció” Y éste, el más feo de los hombres que  mueve al resto de los hombres a la compasión  agradece a Zaratustra su pudor, le confiesa: “la compasión va contra el pudor. Y no querer-ayudar puede ser más noble que aquella virtud que se apresura solícita. Más entre todas las gentes pequeñas se da el nombre de virtud a eso, a la compasión -ellas no tienen respeto por la gran desgracia, por la gran fealdad, por el gran fracaso” y aconseja al profeta que se ponga en guardia a sí mismo contra la compasión “yo conozco el hacha que te derriba”, le dice. Y es que según dice en Zaratustra fue la compasión lo que mató a Dios. Así, Nietzsche advierte y se advierte del peligro que supone para su filosofía llegar a compadecerse en vez de aceptar respetuosamente el sufrimiento ajeno y la facilidad e involuntariedad que caracteriza al sentimiento de la compasión, el último pecado de Zaratustra. Por eso, no es descabellado suponer que el hacha que derribó al filósofo el 3 de Enero de 1889 fue precisamente la compasión ante un sufrimiento que no tenía ningún sentido, el sufrimiento absurdo de un caballo torturado. Pero Nietzsche, a diferencia de Zaratustra, no volvió a levantarse.

Y a mí que me parece que ese caballo que abrazó Nietzsche fue la firma que rubricó para siempre la autenticidad de su obra, el final ineludiblemente trágico de ese héroe del pensamiento que se convirtió en mito...

Publicado en Revista Axis, Agosto 2005,  Sección Médicos y artistas

La solicitud de Kafka


Teresa Cañas

Sonó la radio-despertador. Las siete en punto. El locutor hablaba sobre una catástrofe ferroviaria acaecida en el norte. Aunque sintió algo extraño, como una bruma en la habitación, apagó el despertador dispuesto a disfrutar de los diez minutos de indulto previos a que, de nuevo, la radio le avisase que debía cumplir con su deber. Cuando comenzó otra vez a sonar la radio se levantó y, como cada día, atravesó el pasillo que daba al cuarto de baño. Sorprendido, observó que era noche cerrada.  Hubiera asegurado que era mayo y que el día anterior no había tenido que encender la luz. Conocía sus dificultades para pensar con claridad nada más levantarse, así que se metió en la ducha y, preocupado como estaba por el talante que exhibía últimamente su jefe, olvidó la noche cerrada y esa impresión confusa que había tenido desde el mismo momento que sonó el despertador. Se vistió y se afeitó y recordó que el jefe le había pedido, con muy malos modos, los balances de abril. Eso lo recordaba perfectamente. Se alarmó, por tanto, y fue a la habitación, dispuesto a despertar a su mujer para que le aclarase lo que empezaba a ser una fastidiosa cuestión, la fecha de hoy.

Su mujer no estaba en la cama. Hubiera jurado que ayer cenó con su mujer y estuvieron hablando largamente sobre el clima de asfixia en la oficina. Pero, era evidente que estaba equivocado y seguro que lo había confundido con cualquier otro día ya que las cenas en las que se sacaba a relucir los problemas laborales empezaban a ser bastante habituales. Su mujer, pues, no estaba en casa porque era la noche que le tocaba atender a su madre enferma, esa vieja tacaña y agriada que hasta en plena demencia estaba empeñada en arruinar su matrimonio.

No obstante, el asunto del mes seguía sin resolverse. Hizo el café y sacó la leche de la nevera dispuesto a calentarla, como cada día, en el microondas, mientras intentaba poner en orden sus recuerdos. Con un gesto automático, el de siempre, mientras recordaba la cara abotargada del jefe, se dispuso a abrir el electrodoméstico para meter el tazón de café con leche. Pero fue un movimiento absurdo que terminó con una pirueta en el aire. Debería poner más atención a lo que hace. Así que miró el microondas, el cual, seguía estando igual de blanco e inerte que siempre excepto en un detalle: la palanca que desde hace años servía para abrir el microondas había desaparecido. Se enfureció con su mujer; vaya manía la suya de cambiar los objetos de sitio. Como cuándo estuvo durante diez minutos buscando las tazas del desayuno y no aparecían por ninguna parte, hasta que se le ocurrió mirar en el armario destinado a las fuentes y ensaladeras y ahí estaban.  Se preguntó cómo su mujer podría haber hecho que, en lugar de la palanca, estuviera ese metal blanco e impersonal que sugería que nunca pudo haber una palanca allí, siendo, como era, el microondas que abría cada día para calentar la leche desde hace años, con el familiar rayón en el cristal de la puerta. Por tanto, empezó a manosear el aparato por los lados, por el frente y por la superficie de arriba, y nada. No aparecía la palanca por ningún sitio.

Miró el reloj de la cocina. Y media pasadas. Se había entretenido. Decidió que desayunaría después de fichar en el trabajo. Salió a la calle. Efectivamente, era invierno. Un aire frío y cortante le golpeó la cara y le llegó a los huesos, vestido como estaba con una camisa de verano y una chaqueta ligera, su atuendo habitual de primavera para acudir al trabajo. Subió a casa de nuevo y cogió el abrigo del perchero recordando, nítidamente, como su mujer le había dicho hace unos días que todavía no iba a guardar el abrigo porque, ya se sabe, hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo. Obviamente, estaba equivocado y esa escena que recordaba tan bien de su mujer en el pasillo pronunciando esas palabras tenía que haber sido, sin lugar a dudas, hace un año.  En los últimos tiempos habían sido tan similares los días, las semanas, los meses, que no era de extrañar que hubiese confundido un año con otro.

Las ocho menos cuarto. En esta ocasión, no tendría más remedio que coger el metro. Era algo que le molestaba profundamente. Si en algo se vanagloriaba delante de sus compañeros y amigos era que él podía ir al trabajo andando, con un paseo de veinte minutos a paso ligero. Esta circunstancia feliz de su vida, como cuando ganó un viaje a París en un sorteo, había logrado provocar más de una mirada de envidia. Pero ese día, si no quería oír al energúmeno de su jefe, iría como tantos otros trabajadores de mirada degollada, de mirada sin mirada, que a esas horas se dirigían a su puesto de trabajo. Así que se encaminó en sentido contrario, hacia la plaza, con la finalidad de que, en solo dos paradas de metro, ocho minutos, pudiera llegar.

Pero en la plaza, atestada de gente, faltaba la boca de metro que siempre había estado en su ángulo izquierdo. Las escaleras, los barrotes de hierro, el rombo rojo con el nombre, habían desaparecido. Miró perplejo el suelo de ese ángulo, baldosas compuestas de cuadrados grises y sucios, con algunos escupitajos y varias colillas, exactamente igual al suelo del resto de la plaza. Evidentemente, había el ayuntamiento cambiado de sitio la boca de metro y él, últimamente tan ensimismado en sus conflictos laborales, ni se había enterado. Le asombró la perfección con que había realizado esa obra un ayuntamiento famoso por sus chapuzas.

Se iba haciendo tarde, casi las ocho marcaba el reloj de la plaza. Se acercó a un hombre para preguntarle donde estaba la parada de metro y éste le masculló algo en otro idioma. Momentos más tarde, una alegría trepidante se apoderó de él. ¡Le había entendido! ¡Había dicho claramente “I don´t understand you”!. Tantas horas estudiando habían dado su resultado. Ya nunca más su mujer podría decirle que había despilfarrado el dinero con esa compra de curso de inglés a distancia. Con la satisfacción en el rostro, se acercó a otro hombre de mirada sin mirada para preguntarle por la ubicación del metro, pero ni siquiera se paró a escucharle. Y lo mismo pasó con dos personas más, una mujer y un hombre mayor.

Acuciado por la hora y sintiéndose incapaz de coger el metro decidió ir andando al trabajo. Casi corriendo, hizo el trayecto habitual mientras pensaba que excusa le daría al jefe. Obviamente no iba a decirle que no sabía en que mes estaba, ni donde estaba su mujer, ni como se abría el microondas, ni en que lugar se cogía el metro. Le hubiera tomado por loco y sus chanzas hubieran sido interminables. Decidió contarle que su suegra había empeorado y tuvieron que llevarla de madrugada a Urgencias. Al fin y al cabo, su jefe ya sabía del estado precario de salud de suegra.

Llegó, al fin, con la lengua afuera y en la oscuridad de la noche, al portal de su oficina. Estaba cerrada, con las verjas metálicas echadas y el cartel que indicaba que el horario de atención al público era de 8,30 a 14, 30 h. Exhausto, se sentó en el banco de enfrente. No entendía como podía haberse retrasado su jefe en abrir la oficina y no hacía más que darle vueltas a qué error podía haber cometido para que las cosas no hubieran seguido su curso habitual esa mañana. En el otro extremo del banco, un joven alto y delgado, vestido de gris, de aspecto pulcro y discreto, con las piernas cruzadas, parecía estar contemplando un bello paisaje en medio de la noche.

Después de un buen rato apareció la inconfundible mole de su jefe enfundada en su traje de primavera acercándose pausadamente. Dio un respingo al que siguió un suspiro de alivio cuando el jefe le felicitó por acudir al trabajo tan pronto. Apareció en sus labios  esa sonrisa ajena que automáticamente provocaba siempre la mirada de su jefe dirigida hacia él..

Pasaron a la oficina. Minutos más tarde, el joven que había permanecido sentado en el banco entró y preguntó, con voz apacible, si ya estaba abierta al público. “Mi empleado le atenderá”, respondió el jefe, deletreando despectivamente “mi empleado”. Éste sonrió de nuevo. “¿Qué desea?” preguntó al joven. “Me llamo K. y soy agrimensor” contestó éste.

Publicado en Revista Axis, Febrero 2005,  Sección Médicos y artistas

 




En busca del sentido de Viktor Frankl



En memoria del Prof.  José Luis Rubio


Dudé un poco antes de leer la última página del libro. Por un lado, el deseo de seguir en ese estado de desprendimiento del uno-mismo cotidiano al que lleva una lectura que interesa; por otro, las ganas de apurar hasta la última gota de ese texto para empezar su digestión, permitir que el significado de sus palabras pase a los nervios y vasos y llegue a ese lugar misterioso de dentro de nosotros que parece reírse de la ciencia. Opté por esto último. El último párrafo ya lo conocía; lo había leído, escuchado o soñado en otra época. Era el siguiente: “Nuestra generación es realista, pues hemos llegado a saber lo que realmente es el hombre. Después de todo, el hombre es ese ser que ha inventado las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shema Yisrael en sus labios”. Se trataba del libro El hombre en busca de sentido del psiquiatra Víktor Frankl.

Viktor Frankl nació en Viena en 1905 en el seno de una familia judía. Mantuvo siendo adolescente relación epistolar con Sigmund Freud y posteriormente fue discípulo de Alfred Adler, lo cual no le impidió crear más tarde una nueva escuela, la logoterapia, llamada también la tercera escuela vienesa de psicoterapia. Obtuvo el título de doctor en Medicina en 1930 y en 1938 fue nombrado Jefe del Departamento de Neurología del Hospital Rostchild. En 1942, ya casado, fue hecho prisionero por los nazis, al igual que su mujer, embarazada de su primer hijo, sus padres y sus hermanos. Pasó por cuatro campos de concentración, uno de ellos Auschwitz, donde permaneció hasta su liberación en 1945. Durante esos años murieron su mujer, sus padres y su hermano.

Tras su liberación volvió a Viena y fue nombrado Jefe del Departamento de Neurología del Hospital Policlínico. Se casó por segunda vez y tuvo una hija. Fue catedrático de neurología y psiquiatría en la Facultad de Medicina de la Universidad de Viena y ocupó varias cátedras en Estados Unidos en las Universidades de Stanford, Dallas, Harvard, San Diego y Pittsburg; fue presidente de la Sociedad Médica de Psicoterapia de Austria; recibió varios doctorados Honoris Causa; impartió conferencias y cursos alrededor de todo el mundo; escribió treinta y dos libros, que han sido traducidos a varios idiomas, además de una gran cantidad de artículos; obtuvo el grado de Doctor en Filosofía, en 1949, con una tesis doctoral que, en su traducción al castellano, es conocida con el título de La presencia ignorada de Dios. A los 67 años consiguió la licencia de piloto de aviación. Murió el 3 de Septiembre de 1997, a los 92 años.

El libro El hombre en busca de sentido es un relato autobiográfico de los años pasados en los campos de concentración nazi. Escrito desde las entrañas, narra la búsqueda estremecedora del motivo para continuar viviendo en un hombre al que solo le queda, como él dice, su existencia desnuda. En sentido literal. Despojado de alimentos, de ropa, de dignidad, de expectativas de vida, sometido a golpes y humillaciones de forma permanente, con el hambre acechando continuamente en el pensamiento, narra como la huida hacia su propio interior, las ensoñaciones, el recuerdo patente de las personas que amaba, la belleza inevitable de las puestas de sol, el sentido del humor entre los prisioneros y la solidaridad de algunos de ellos, resultaba un acicate importante para seguir viviendo. Pero sobre todo cuenta que, en ese mundo en que el único fin y el único valor era la supervivencia de uno mismo y de sus amigos, el mantenimiento del sentimiento de la propia individualidad, con una libertad interior y un valor personal, era posible. Al hombre, dice, se le puede arrebatar todo excepto la última de las libertades humanas –la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias –para decidir su propio camino. Y que esta elección es una decisión íntima que puede hacerse en cualquier situación, entre las que se incluyen las que conllevan profundo sufrimiento, como fue su experiencia en estos campos de concentración, que podía convertirse en una victoria, un triunfo interno, o bien ignorar el desafío y limitarse a vegetar como hicieron la mayoría de los prisioneros. La conclusión de Frankl es clara: lo importante no es lo que esperemos de la vida, sino lo que la vida espere de nosotros. Vivir es asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo. El hombre es, dice, el ser que siempre decide lo que es y en estas circunstancias límites en ambos bandos encontró dos tipos de hombres: los “decentes” y los “indecentes”. Y reconoce que fueron los mejores, justamente, los que no regresaron. La segunda parte de este libro explica los conceptos y técnicas fundamentales de la logoterapia, basada en esta concepción del hombre. A pesar de la crudeza de los hechos que relata, el texto rezuma optimismo sobre las posibilidades del ser humano, optimismo que, dada las experiencias que sufrió el autor, debe al menos ser tenido en cuenta.

Cuando finalicé la lectura, coloqué el libro en la estantería. Me dispuse a preparar la cena. Mientras la televisión al fondo hablaba de las habituales muertes absurdas, del blablabla de los políticos, del maltrato de las mujeres, del glamour de las actrices, piqué las cebollas y corté en rodajas las patatas. Puse el aceite a calentar mientras pensaba, como cada noche, que la sartén estaba descascarillada y debería comprar una nueva. Cuando llegaron las noticias deportivas vino súbitamente a mi memoria el vocablo “Viktor Frankl”. Pero, a pesar del relato impactante que había leído por la tarde, este nombre vino acompañado de la misma imagen que le ha acompañado en los últimos quince años. Es la imagen de un hombre ya de edad, de barba impecable y modales impecables. Fuma en pipa en una época en que fumar no es un signo de debilidad sino de distinción. Es José Luis Rubio, catedrático de Psicología de la Universidad de Valladolid, ya fallecido. Habla bastante con nosotros, médicos jóvenes en formación de la especialidad de psiquiatría del Hospital Clínico de esa ciudad. Se refiere a cosas que a veces no entendemos y a veces no nos interesan. Somos jovencitos desasosegados y ansiosos por aprender los sistemas de neurotransmisión cerebral, la psicofarmacología, los síntomas primarios de Schneider, las claves de la técnica en la psicoterapia de apoyo y, en los momentos de rebelión, por entender lo que significa el goce de Lacan. El Dr. Rubio, con voz suave, a veces, hace recomendaciones. Me dice: “Lea usted a Víktor Frankl”, así, de usted, como él siempre llamaba a los psiquiatras en formación.

Le hice caso. En mi librería guardo varios volúmenes de este autor sobre logoterapia, que llené de subrayados y notas al margen, de los que no recuerdo nada. Obvié la lectura de su libro princeps, El hombre en busca de sentido. Conocía su contenido. Un relato personal sobre una experiencia tan ajena a la mía no me enseñaría nada práctico, pensé. Entonces yo aún no sabía que las sustancias que forman el ser humano también están compuestas de átomos de misterio y de destino.

Hace unas semanas mi marido, en una de sus remesas periódicas en la librería, trajo, entre otros, este libro. Días después un amigo me habló de refilón de él. Y lo he abierto como se abre un cofre de recuerdos, bajo la mirada atenta del Dr. Rubio, fuera del espacio y del tiempo. Ya lo he cerrado. Una urdimbre invisible e imperecedera que empieza en Viktor Frankl, sigue por José Luis Rubio, mi marido, mi amigo, yo, aquél que ojee estas letras y lea un libro de Frankl, se ha creado. Una urdimbre ajena e indiferente a la formada por los espectadores anegados por la inundación de colores y sonidos que en este momento salen de la televisión. Y tan real como ella. “Lea usted a Viktor Frankl”.

Publicado en Revista Axis, Octubre 2004,  Sección Médicos y artistas

Variaciones Goldberg

Variaciones Goldberg

Mª Teresa Cañas

  
Variación 1

Johan Gottlieb Goldberg, aún un niño, toca el clavicémbalo en la alcoba contigua a la del conde Herman Karl Von Kaiserling, embajador de Rusia en la corte de Dresde. Hace frío en esa alcoba de 1742 y el niño, con dones excepcionales para el clave, buscando agradar a su protector y también a él mismo, interpreta música alegre y familiar. Más el conde padece insomnio y lo que desea es que la música que toca el niño Goldberg le ayude a descansar y no a sonreír. Por eso encarga al maestro de quien es discípulo aventajado ese niño una obra “tranquilizante mejor que alegre”; el maestro, amigo personal del conde y admirado por él, se apresura en satisfacer su deseo. Compone el Aria con variaciones y ornamentaciones para clavecímbano de doble teclado, treinta variaciones sobre un tema, una sarabanda incluida en el librito de composiciones que regaló a su mujer- el álbum de Ana Magdalena- para que ésta aprendiera a tocar el clavicordio. El conde, agradecido, entregará al maestro una tabaquera y cien luíses de oro, posiblemente los honorarios más altos que haya recibido nunca el compositor. Desde entonces el conde Von Kaiserling dirá al niño que pasa frío las noches que no pueda descansar: “Querido Goldberg, tócame una de mis variaciones”. Y las variaciones de esa aria pasarán con el tiempo a llamarse Variaciones Goldberg.

Observo un retrato de Johan Sebastian Bach, el singular maestro del niño Goldberg.  Viste una casaca azul con una hilera de grandes botones plateados. Por debajo de la casaca desabrochada, una camisa blanca en cuyo puño se asoman los perifollos propios de la época. En la mano derecha sostiene un papel en el que se adivina una partitura, si bien el gesto con el que ha sido retratado el maestro parece más propio del que entrega una factura que debe cobrar sin dilación. Su rostro, abotargado, muestra un rictus de firmeza y leve desagrado. El ceño fruncido, los labios –pequeños y carnosos- apretados, los ojos hundidos miran como escudriñando a aquel o aquello que tiene frente a él. Una cierta avaricia, rigidez y propensión a la cólera me transmite su rostro. La cara es el espejo del alma, pienso.

Suena la primera variación. Cuando Golberg, el niño excepcionalmente dotado para el clave la interpretara, Kaiserling descansaría. Una música hecha para disipar la preocupación que ahuyenta el sueño; una música que consigue, tras los ajetreos en la corte o en el trabajo o en el amor, la reconciliación con el sueño. Todo está bien, eso es lo que se oye en esta música. La cara es el espejo del alma, sí, digo al mirar el retrato de Bach; pero de qué alma, me pregunto, cuando escucho su música.


Variación 2

En 1955, un joven pianista canadiense graba para la CBS en la ciudad de Nueva York las Variaciones Goldberg de Bach. Aunque es Junio, lleva puesto un abrigo sobre la chaqueta, suéter, bufanda de lana en el cuello, guantes y una gorra. Trae consigo una silla de madera de arce canadiense. Su forma de tocar es peculiar. Se encoge sobre sí mismo y toca de abajo arriba, al revés que el resto, que lo hacen de arriba abajo. Y tararea la música mientras toca. Este joven, llamado Glenn Gould, se hará mundialmente famoso en poco tiempo, no solo como virtuoso del piano sino también por sus excentricidades dentro y fuera de la sala. En 1964, con 32 años, dará su último concierto. El calor del público le deja helado.

Es un hombre extravagante, maniático con el orden, come invariablemente huevos revueltos y galletas, no da la mano a nadie, pierde los nervios cuando alguien le toca. Se muestra muy preocupado por su salud y especialmente por sus manos, que introduce en un cubo de agua caliente antes de cada sesión al piano. Indiferente a la temperatura ambiental, siempre lleva guantes y va abrigado. Detesta las relaciones sociales, en los últimos años de su vida no habla casi absolutamente con nadie, sólo por teléfono, parapetado en su casa. Tras su muerte es diagnosticado de forma retrospectiva de síndrome de Asperger, una especie de autismo leve caracterizado por la insociabilidad, la falta de reciprocidad en la relación con otros, los intereses restrictivos, los rituales estereotipados y las pautas de comportamiento repetitivas. Un tío raro.

Suena  la segunda variación. Cuando Glenn acariciase las teclas del piano en el estudio de grabación de la CBS y se empezara a escuchar su música, los entendidos allí presentes olvidarían su postura agazapada, su abrigo indecoroso, la bufanda de lana. Una gracilidad inusitada, comunal y apasionada empapa el aire. Todo está bien, dice esa música. Un tío excéntrico e insociable, sí, pienso mientras miro su foto; pero qué capacidad tan tremenda y profunda de comunicación tiene, digo, cuando le escucho tocar.


Fuga en mi mayor

Castilla amarillea. Bordea un cementerio el lado izquierdo de la carretera mientras el sol se concreta en un círculo rojo y fulgurante por el horizonte y anega de sombra los campos de trigo y de cebada. Pongo la última pieza grabada en ese disco de un pianista autista que interpretó las variaciones de un aria que compuso – a su vez- un genio con cara de banquero para que, al tocarlas un niño superdotado, un aristócrata pudiera descansar de su ajetreo. Se trata de la fuga en mi mayor de El clave bien temperado, una variación más de la misma sarabanda. Todo está bien, es lo que se oye mientras anochece. Recuerdo entonces la pregunta que se hizo Sloterdijk: ¿dónde estamos, cuando escuchamos música?. O qué, o quiénes, añado yo. Los pájaros se agrupan en bandadas. El verano se acaba. Hace frío.

Publicado en Revista Axis, Diciembre 2005,  Sección Médicos y artistas

Marmeládov



Teresa Cañas

Fiodor Dostoievski nos ha presentado hace tiempo, en sesión clínica, el caso de un alcohólico al que llamó Marmeládov, nombre que en el idioma ruso significa algo así como falta de fuerza de voluntad. Lo expuso así:

Se trata de un varón de nacionalidad rusa, residente en la ciudad de San Petesburgo, “como de cincuenta años, de mediana estatura y de constitución recia, algunos pelos canosos en el cráneo mondado; una cara con pintas amarillas y hasta verdosas, por efecto de la bebida, y los pómulos salientes, por debajo de los cuales fulgían unos ojillos pequeñines como rendijas y que lanzaban miradas llenas de vivacidad y rojizas”. Pero, según refería Fiodor, en esa mirada resplandecía también cierta solemnidad y al mismo tiempo dejaba traslucir algo de locura.
La descripción que hizo de su vestimenta fue la siguiente: “vestía un viejo frac negro, completamente hecho jirones, con los botones caídos. Sostenía, sin embargo, uno de ellos, y él se lo abrochaba con el visible afán de conservar el decoro. Por debajo del chaleco de nanquín se abombaba una corbata de plastrón, llena de salpicaduras y de manchas. Llevaba la cara afeitada, a lo funcionario, pero hacía ya mucho tiempo que no se afeitaba, de suerte que empezaban a brotarle en las mejillas matas de rudos pelos. También mostraban sus gestos, efectivamente, algo de gravedad burocrática”.
Entre los antecedentes personales destacó que Marmeládov era funcionario y que había enviudado hace unos años de su primer matrimonio, en el que tuvo una hija llamada Sonia. Vivió en una población remota, donde conoció a la que es su actual mujer, Katerina Ivánovna, también viuda y madre de tres niños pequeños, que, al perder a su marido, se había quedado en una situación de extrema pobreza. Katerina, una mujer culta y de familia distinguida, consintió casarse con él “llorando y gimiendo” porque no tenía adónde ir. Por esa época Sonia tenía ya catorce años. Tras la boda, Marmeládov estuvo un año entero sin beber, cumpliendo con su trabajo y sus deberes de marido y padre. Pero le cesaron en el trabajo por un cambio de personal y volvió al aguardiente. Pasaron muchos apuros y al año siguiente se fueron a vivir a San Petesburgo, donde encontró un empleo que perdió poco después a causa de la bebida.
En la actualidad, nos dijo, la familia vive en un cuchitril infecto en un barrio de la ciudad, donde Sonia, que ya se ha hecho mayor, se prostituye para mantener a la familia. No pagan al casero y éste les amenaza con echarles y ha llegado a pegar a Katerina, que está enferma de tuberculosis. Marmeládov pasa el día de taberna en taberna, y cuando vuelve a casa Katerina se enfada mucho y le tira de los pelos. Hace unas semanas consiguió un nuevo trabajo y durante unos días dejó de beber. Katerina y Sonia, en este tiempo, le mimaban mucho. Cuando llevó el primer sueldo a casa, Katerina hasta le acarició la mejilla y le llamó “nenito mío”. Y durante ese día, Marmeládov fue totalmente feliz soñando cómo vestiría a los niños, las cosas de la casa que arreglaría, y que su hija podría de nuevo llevar una vida honrada. Pero al día siguiente, por la noche, cogió el dinero del arca donde lo había guardado Katerina y se lo bebió todo, no apareciendo por casa en cinco días.
Cuando a Marmeládov se le pregunta porque bebe, dice que es porque quiere sufrir doble.

Páginas más tarde, Fiodor nos ha contado que la evolución de este caso ha sido catastrófica. Marmeládov ha muerto en un accidente de tráfico: ha sido atropellado por un coche de caballos. Como pasa frecuentemente en las personas alcohólicas, se desconoce si realmente ha sido un accidente causado por la borrachera que tenía o fue un suicidio. Según declaró el cochero, fue derecho a meterse entre las patas de los caballos, aunque él le avisó hasta tres veces y los caballos iban, como quien dice, al paso. “No parece sino que lo hizo adrede o que estaba muy borracho”, comentó el cochero.

También nos ha dicho Fiodor que Marmeládov, pocos días antes de su muerte, había estado hablando con un joven estudiante harapiento y orgulloso llamado Raskólnikov. Se emborrachó con él y le contó su vida. Después le llevó a su casa, donde Raskólnikov conoció a Katerina, furiosa y febril, y a sus tres pequeños hijastros,  desvalidos y tristes. Y este estudiante pobre asesinó a una vieja usurera para demostrarse a sí mismo que él no era un piojo como Marmeládov, sino que pertenecía a la clase de hombres extraordinarios tipo Napoleón, aquellos que tienen derecho a cometer crímenes e infringir las leyes sólo por el mismo hecho de ser extraordinarios.
Tras su crimen, Raskónikov sufrió mucho. Sonia, la hija prostituta de Marmeládov, le amó profundamente y le convenció para que se entregase. Y le siguió a su presidio en Siberia, donde Raskólnikov continuó sufriendo no porque estuviera arrepentido, sino porque se sentía un fracasado. Y mostraba su desprecio por la hija de Marmeládov.
Hasta que un día Raskólnikov soñó que había en el mundo una plaga cuyos gérmenes volvían totalmente locos a los hombres, aunque los que se contagiaban se consideraban más inteligentes que nadie. Por eso, no podían ponerse de acuerdo sobre lo que era bueno y lo que era malo. Y esta peste ocasionó una catástrofe mundial. Cuando volvió a ver a Sonia, la hija de Marmeládov, Raskólnikov sintió que algo le cogía y le echaba a sus pies; y sin necesidad de hablarse ambos comprendieron que habían resucitado gracias al amor y que “el corazón del uno encerraba infinitas fuentes de vida para el corazón del otro”.

Pero, como dice Fiodor Dostoievski, esta es otra historia diferente a ésta de crimen y de castigo. Él dice que “aquí ya empieza una nueva historia, la historia de la gradual renovación de un hombre, la historia de su tránsito progresivo de un mundo a otro, de su conocimiento con otra realidad nueva, totalmente ignorada hasta allí”. La nueva historia de Raskólnikov y la hija de Marmeládov.


Publicado en Revista Axis, Octubre 2003

El suicidio de Lady Macbeth

El suicidio de Lady Macbeth

Mª Teresa Cañas

El médico previene a la dama subalterna –“Velad sobre ella. Alejadla de todo objeto con que puede causarse mal y no le quitéis ojo de encima”. Y al marido. Le avisa de la imposibilidad de su ciencia para sanarla –“En tales casos, el paciente debe ser su médico”.

Ella es una mujer fuerte, aguerrida, bella en su altura milenaria, bella en su pose y en el  brillo de sus ojos. Bella en su peso lacio. Es la señora del castillo. Su misión es cuidar la hacienda, vigilar a los criados, administrar las provisiones. Y esperar. Esperar a que llegue el marido de la guerra o esperar que llegue la noticia de su muerte. Matrimonio sin fruto, sin hijos, su unión se ha consolidado por la espera de ella y la noticia de las hazañas heroicas de  él. Ella le espera. Y un día, el día más hermoso y más feo –“lo hermoso es feo y lo feo es hermoso” – llega una carta de él. Lee sobre su victoria en la batalla, sobre los honores con que le agasajan y sobre una misterioso presagio de unas brujas en el páramo. Le han dicho: “Salve a ti, que serás rey”.

“Salve a ti, que serás rey”. Se ha abierto la posibilidad a lo imposible. Lady Macbeth deja de ser espera y se convierte en la cuarta bruja de la tragedia de Macbeth. Con sus ojos incendiados,  vislumbrará posibilidades nuevas – “cuan grande es el destino que te pronostican”. La espera se vuelve pasado y ahora empezará a analizar los obstáculos para que el presagio se haga realidad, la manera de eliminar esos obstáculos. El principal es, piensa, el corazón de su marido – “desconfío de tu naturaleza. Está demasiado cargada de la leche de la ternura humana para elegir el camino más corto. Te agradaría ser grande, pues no careces de ambición; pero te falta el instinto del mal, que debe secundarla. Lo que apeteces ardientemente, lo apeteces santamente”-. Ella sabe que lo que se desea ardientemente nunca puede ser santo, nunca puede ser tierno. Para satisfacer un deseo ardiente es necesario el instinto no torcido, no educado, no domesticado. Es necesario el instinto con toda su bravura. Por eso recrimina al futuro rey, su marido, la fragilidad de su deseo, la tibieza de su pasión. Le empuja a la acción. Acción que se convertirá, piensa ella, en imagen vana como los durmientes y los muertos. Se desvanecerá, como un sueño, con un poco de agua con que lavar las manos ensangrentadas. Salve a ti, que serás rey.

El marido, a instancias de la mujer, comete el crimen. Acuciado por la posibilidad que otorgan las brujas y el coraje que transmite la mujer, mata. Más la acción no se vuelve imagen vana, no se desvanecerá con un poco de agua con la que limpiar las manos, como piensa ella. Con la muerte del rey Duncan llega otra muerte, se ha asesinado también al sueño de Macbeth. Y con este asesinato del sueño, parece decir Shakespeare, se asesina todo lo que en el corazón de Macbeth había que fuera ajeno al presagio de las brujas. Con el asesinato de Duncan, con el asesinato del sueño, Macbeth se vuelve ambición hecha cuerpo, dardo certero que debe llegar al centro de la diana que pronosticaron ellas. Pero la diana que marcan las brujas tienen un sentido equívoco, su blanco se convierte a su vez en agujero negro si uno no está atento, no está al acecho. Y así Macbeth mata el sueño y se convierte en el vigilante eterno del presagio. No reinará siendo rey sino será sólo el vigilante sin sueño.

Lady Macbeth, aquella mujer que un día dejó de esperar y decidió volver posible lo imposible, esa cuarta bruja de esta tragedia, la que impelió a su marido a la acción eliminando los obstáculos de su corazón blanco, aquella que pensó que la acción sería solo una imagen vana como los durmientes y los muertos que se borraría con un poco de agua, pronto se apercibe que no es así, que Macbeth ha asesinado también el sueño y con ello la posibilidad de que su acción se volviera vana imagen. –“todo se pierde cuando nuestro deseo se realiza sin satisfacernos. ¡Vale más ser la víctima que vivir con el crimen en una alegría preñada de inquietudes”.

“Las cosas que principian con el mal, sólo se afianzan con el mal”, avisa Macbeth. Y el crimen empuja, inexorable, a otros crímenes. Para que se cumpla el presagio de las brujas, para que llegue el dardo a su centro, el marido debe afianzar un crimen con otro y éste con el siguiente. Ella, la que antes esperaba, se da cuenta que ya no puede esperar nada, porque él, llamado por su acción y el presagio de las brujas, se ha convertido en el dardo que apunta al centro de la diana. Él, al asesinar también el sueño, ha matado cualquier posibilidad, se ha quedado fijado como dardo al centro al que apuntó su acción criminal. En blanco permanente, en agujero negro permanente, se convierte una acción cuando el sueño no puede convertirla en imagen evanescente. “Tenéis necesidad de lo que condimenta toda naturaleza humana: el sueño”, advierte al marido la mujer.

Como él no puede dormir, ella se convierte en durmiente. Empieza a ser una sonámbula de sus sueños. Inmersa en éstos, ella se levanta, abre el pupitre, saca un papel, lo pliega, escribe en él, lo lee y vuelve al sueño. ¿Qué escribía, sonámbula, Lady Macbeth? Y sobre todo, lava una y otra vez sus manos, siempre queda una mancha, una mancha de sangre, siempre el hedor de la sangre en sus pequeñas manos. No ve nunca limpias sus manos, “quién hubiera imaginado que había de tener aquel viejo (Duncan) tanta sangre”. Pide a su marido, al que antes esperaba, que él también se lave y vaya a dormir a su lecho. Pero él no puede ya descansar, ha asesinado el sueño. Ella lo sabe -“lo hecho no se puede deshacer”- nunca la acción con la que quiso dejar de esperar se borrará de sus manos. Se ha hecho imposible lo posible. Decide por tanto convertirse ella misma, para siempre, en una  imagen vana, como los durmientes y los muertos. Se mata.

Seyton - “Señor, la reina ha muerto”

Macbeth - “¡Debería haber muerto un poco después! ¡Tiempo vendrá en que pueda yo oír palabras semejantes! El mañana y el mañana y el mañana avanzan en pequeños pasos, de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable; y todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino hacia el polvo de la muerte... ¡Extínguete, extínguete fugaz antorcha!... ¡La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena y después no se le oye más...; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa!”

Macbeth, convertido en dardo, llega al agujero negro, no al centro de la diana blanca. Fue una ridícula marioneta que se contorneó un rato bajo la dirección de escena de las cuatro brujas. Su cabeza pende ahora, al fin, bajo el brazo de los súbditos leales al rey Duncan.

Publicado en Revista Axis, Octubre 2005, sección Médicos y artistas