miércoles, 13 de octubre de 2010

La solicitud de Kafka


Teresa Cañas

Sonó la radio-despertador. Las siete en punto. El locutor hablaba sobre una catástrofe ferroviaria acaecida en el norte. Aunque sintió algo extraño, como una bruma en la habitación, apagó el despertador dispuesto a disfrutar de los diez minutos de indulto previos a que, de nuevo, la radio le avisase que debía cumplir con su deber. Cuando comenzó otra vez a sonar la radio se levantó y, como cada día, atravesó el pasillo que daba al cuarto de baño. Sorprendido, observó que era noche cerrada.  Hubiera asegurado que era mayo y que el día anterior no había tenido que encender la luz. Conocía sus dificultades para pensar con claridad nada más levantarse, así que se metió en la ducha y, preocupado como estaba por el talante que exhibía últimamente su jefe, olvidó la noche cerrada y esa impresión confusa que había tenido desde el mismo momento que sonó el despertador. Se vistió y se afeitó y recordó que el jefe le había pedido, con muy malos modos, los balances de abril. Eso lo recordaba perfectamente. Se alarmó, por tanto, y fue a la habitación, dispuesto a despertar a su mujer para que le aclarase lo que empezaba a ser una fastidiosa cuestión, la fecha de hoy.

Su mujer no estaba en la cama. Hubiera jurado que ayer cenó con su mujer y estuvieron hablando largamente sobre el clima de asfixia en la oficina. Pero, era evidente que estaba equivocado y seguro que lo había confundido con cualquier otro día ya que las cenas en las que se sacaba a relucir los problemas laborales empezaban a ser bastante habituales. Su mujer, pues, no estaba en casa porque era la noche que le tocaba atender a su madre enferma, esa vieja tacaña y agriada que hasta en plena demencia estaba empeñada en arruinar su matrimonio.

No obstante, el asunto del mes seguía sin resolverse. Hizo el café y sacó la leche de la nevera dispuesto a calentarla, como cada día, en el microondas, mientras intentaba poner en orden sus recuerdos. Con un gesto automático, el de siempre, mientras recordaba la cara abotargada del jefe, se dispuso a abrir el electrodoméstico para meter el tazón de café con leche. Pero fue un movimiento absurdo que terminó con una pirueta en el aire. Debería poner más atención a lo que hace. Así que miró el microondas, el cual, seguía estando igual de blanco e inerte que siempre excepto en un detalle: la palanca que desde hace años servía para abrir el microondas había desaparecido. Se enfureció con su mujer; vaya manía la suya de cambiar los objetos de sitio. Como cuándo estuvo durante diez minutos buscando las tazas del desayuno y no aparecían por ninguna parte, hasta que se le ocurrió mirar en el armario destinado a las fuentes y ensaladeras y ahí estaban.  Se preguntó cómo su mujer podría haber hecho que, en lugar de la palanca, estuviera ese metal blanco e impersonal que sugería que nunca pudo haber una palanca allí, siendo, como era, el microondas que abría cada día para calentar la leche desde hace años, con el familiar rayón en el cristal de la puerta. Por tanto, empezó a manosear el aparato por los lados, por el frente y por la superficie de arriba, y nada. No aparecía la palanca por ningún sitio.

Miró el reloj de la cocina. Y media pasadas. Se había entretenido. Decidió que desayunaría después de fichar en el trabajo. Salió a la calle. Efectivamente, era invierno. Un aire frío y cortante le golpeó la cara y le llegó a los huesos, vestido como estaba con una camisa de verano y una chaqueta ligera, su atuendo habitual de primavera para acudir al trabajo. Subió a casa de nuevo y cogió el abrigo del perchero recordando, nítidamente, como su mujer le había dicho hace unos días que todavía no iba a guardar el abrigo porque, ya se sabe, hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo. Obviamente, estaba equivocado y esa escena que recordaba tan bien de su mujer en el pasillo pronunciando esas palabras tenía que haber sido, sin lugar a dudas, hace un año.  En los últimos tiempos habían sido tan similares los días, las semanas, los meses, que no era de extrañar que hubiese confundido un año con otro.

Las ocho menos cuarto. En esta ocasión, no tendría más remedio que coger el metro. Era algo que le molestaba profundamente. Si en algo se vanagloriaba delante de sus compañeros y amigos era que él podía ir al trabajo andando, con un paseo de veinte minutos a paso ligero. Esta circunstancia feliz de su vida, como cuando ganó un viaje a París en un sorteo, había logrado provocar más de una mirada de envidia. Pero ese día, si no quería oír al energúmeno de su jefe, iría como tantos otros trabajadores de mirada degollada, de mirada sin mirada, que a esas horas se dirigían a su puesto de trabajo. Así que se encaminó en sentido contrario, hacia la plaza, con la finalidad de que, en solo dos paradas de metro, ocho minutos, pudiera llegar.

Pero en la plaza, atestada de gente, faltaba la boca de metro que siempre había estado en su ángulo izquierdo. Las escaleras, los barrotes de hierro, el rombo rojo con el nombre, habían desaparecido. Miró perplejo el suelo de ese ángulo, baldosas compuestas de cuadrados grises y sucios, con algunos escupitajos y varias colillas, exactamente igual al suelo del resto de la plaza. Evidentemente, había el ayuntamiento cambiado de sitio la boca de metro y él, últimamente tan ensimismado en sus conflictos laborales, ni se había enterado. Le asombró la perfección con que había realizado esa obra un ayuntamiento famoso por sus chapuzas.

Se iba haciendo tarde, casi las ocho marcaba el reloj de la plaza. Se acercó a un hombre para preguntarle donde estaba la parada de metro y éste le masculló algo en otro idioma. Momentos más tarde, una alegría trepidante se apoderó de él. ¡Le había entendido! ¡Había dicho claramente “I don´t understand you”!. Tantas horas estudiando habían dado su resultado. Ya nunca más su mujer podría decirle que había despilfarrado el dinero con esa compra de curso de inglés a distancia. Con la satisfacción en el rostro, se acercó a otro hombre de mirada sin mirada para preguntarle por la ubicación del metro, pero ni siquiera se paró a escucharle. Y lo mismo pasó con dos personas más, una mujer y un hombre mayor.

Acuciado por la hora y sintiéndose incapaz de coger el metro decidió ir andando al trabajo. Casi corriendo, hizo el trayecto habitual mientras pensaba que excusa le daría al jefe. Obviamente no iba a decirle que no sabía en que mes estaba, ni donde estaba su mujer, ni como se abría el microondas, ni en que lugar se cogía el metro. Le hubiera tomado por loco y sus chanzas hubieran sido interminables. Decidió contarle que su suegra había empeorado y tuvieron que llevarla de madrugada a Urgencias. Al fin y al cabo, su jefe ya sabía del estado precario de salud de suegra.

Llegó, al fin, con la lengua afuera y en la oscuridad de la noche, al portal de su oficina. Estaba cerrada, con las verjas metálicas echadas y el cartel que indicaba que el horario de atención al público era de 8,30 a 14, 30 h. Exhausto, se sentó en el banco de enfrente. No entendía como podía haberse retrasado su jefe en abrir la oficina y no hacía más que darle vueltas a qué error podía haber cometido para que las cosas no hubieran seguido su curso habitual esa mañana. En el otro extremo del banco, un joven alto y delgado, vestido de gris, de aspecto pulcro y discreto, con las piernas cruzadas, parecía estar contemplando un bello paisaje en medio de la noche.

Después de un buen rato apareció la inconfundible mole de su jefe enfundada en su traje de primavera acercándose pausadamente. Dio un respingo al que siguió un suspiro de alivio cuando el jefe le felicitó por acudir al trabajo tan pronto. Apareció en sus labios  esa sonrisa ajena que automáticamente provocaba siempre la mirada de su jefe dirigida hacia él..

Pasaron a la oficina. Minutos más tarde, el joven que había permanecido sentado en el banco entró y preguntó, con voz apacible, si ya estaba abierta al público. “Mi empleado le atenderá”, respondió el jefe, deletreando despectivamente “mi empleado”. Éste sonrió de nuevo. “¿Qué desea?” preguntó al joven. “Me llamo K. y soy agrimensor” contestó éste.

Publicado en Revista Axis, Febrero 2005,  Sección Médicos y artistas

 




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