miércoles, 13 de octubre de 2010

Los “panic attacks” de Miguel de Unamuno



Mª Teresa Cañas


Ahora es más fácil. Puede que una noche sientas de repente un temor incontrolable, Dios sabe a qué, se te empape de sudor hasta las cejas, tiembles como una hoja de papel, el corazón se desboque, te quedes sin aliento, creas que te vas a desmayar o notas que te duele el pecho - el dolor se refleja sospechosamente en el brazo izquierdo lo que bien sabes que pasa en los infartos; te parece, de repente, que tu cuerpo se ha empeñado en actuar como si estuvieras, por ejemplo, en plena selva con un tigre hambriento a cinco metros, cuando en realidad te encuentras en la conocida penumbra de tu habitación y es como para volverse loco, piensas que te has vuelto loco o que te vas a morir o que te vas a poner a gritar como un salvaje o como un poseso. Pues aún así, ahora es más fácil. Sabes lo que hay que hacer: Avisar al 112. Vendrán los sanitarios como si cazadores de tigres se tratasen, te aconsejarán respirar despacio, te pondrán una pastilla debajo de la lengua y una bolsa de plástico alrededor de la boca y te dirán que te tranquilices y respires despacio. Te llevarán en una ambulancia atronadora e irás notando como poco a poco la pastilla va consiguiendo que se difumine el tigre y también la selva. En Urgencias, te harán análisis y un electrocardiograma y al poco rato –o después de un rato prolongado- vendrá el médico y te dirá que no tienes nada, o más bien, que tienes nervios, que has pasado una crisis de ansiedad y que si eso se repite deberías ir a un psiquiatra. Te quedarás con una sensación un poco rara, una mezcla de alivio y una cierta inseguridad hacia cómo un demonio loco se te pudo meter en el cuerpo. Al final, si te vuelve a pasar o te parece que puede volverte a pasar en los lugares más insospechados, en plena calle o en el supermercado, decidirás hacer caso y pedir consulta en Salud Mental. Allí, te explicarán lo que te ha pasado, depende de quién te dirá que es un problema de sustancias cerebrales o de conflictos inconscientes o de asociación de pensamientos e independientemente de la explicación, te tranquilizará. Te darás cuenta que no es nada raro, que esa persona trata a muchas otras que le pasa lo mismo y, casi seguro, te recetará unas pastillas que en pocos días serán un eficaz antídoto contra tigres imprevistos. Y si no fuera así, habrá un profesional que insistirá en buscar las armas adecuadas para combatir ese demonio que se te metió una noche.

Por eso, ahora es más fácil. Pero no siempre fue así. Sin ir más lejos, hace un siglo no era así. Y tenemos un testimonio importante sobre ello, uno de los escritores españoles más importantes del siglo XX, filósofo, novelista, dramaturgo, articulista, un hombre que estuvo siempre en el vértice de la actualidad española: Don Miguel de Unamuno. Y ese hombre reflejó su angustia y sus crisis en cada una de sus obras, actualmente traducidas en casi todos los idiomas, y la convirtió en su inspiración creadora y en el sistema de alerta de su autenticidad.  Es por eso por lo que no está mal saber también que no siempre tiene que ser así.

Don Miguel debió sufrir crisis de angustia desde muy joven. En su primera novela, Paz en la guerra, novela que publicó en1896 y tardó diez años en escribir, ya describe las crisis de angustia que sufre Pachico, un personaje de la novela con gran carga autobiográfica. Así, nos cuenta como ciertas “reflexiones le llevaban en la oscuridad solitaria de la noche a la emoción de la muerte, emoción viva que le hacía temblar a la idea del momento, en que le cogiera el sueño, aplanado ante el pensamiento de que un día habría que dormirse para no despertar. Era un terror loco a la nada, a hallarse sólo en el tiempo vacío, terror loco que sacudiéndole el corazón en palpitaciones, le hacía soñar que, falto de aire, ahogado, caía continuamente y sin descanso en el vacío eterno, con terrible caída. Aterrábale menos que la nada el infierno, que era en él representación muerta y fría, mas representación de vida al fin y al cabo”.

Pero la gran crisis de angustia de Miguel de Unamuno, aquella a la que le han dado vueltas y más vueltas los estudiosos ocurrió en la noche del 21 o22 de Marzo de 1897. Aquella noche de Marzo, Don Miguel sufría insomnio... Daba vueltas en la cama, como otras tantas noches, con desasosiego. De pronto, sintió que el corazón le fallaba, tuvo de forma repentina conciencia del vacío de la nada, sintió la angustia, la congoja de la muerte, la sensación y el dolor del angor pectoris y un llanto incontenible le desbordó los ojos y el corazón. Su mujer, Doña Concha, asustada, le abrazó, acarició y le preguntó: “¿Qué tienes, hijo mío?”, expresión que llevaría siempre Don Miguel consigo como la muestra fehaciente de que el verdadero amor marital es en esencia maternal.

Por ese entonces aún no había 112. Miguel se levantó de la cama y salió por las calles de la ciudad dormida en la madrugada camino del convento de los dominicos con la consiguiente sorpresa del hermano portero que se encontró, a aquellas horas, a un catedrático aporreando la puerta. En su casa no sabían donde estaba y durante tres días faltó a sus clases en la Universidad, encerrado en una celda del convento de San Esteban rezando de cara a la pared y buscando desesperadamente  la forma de reencontrarse con la fe de su infancia. Después volvió a casa y empezó a escribir su Diario intimo, en el que refleja su desgarradora angustia,  su congoja, su soledad y, sobre todo, su búsqueda de la fe perdida. En él aparecen el relato de la crisis de angustia, el miedo a volverse loco, ideas de suicidio y una crítica feroz a su intelectualismo previo que le había hecho desdeñar lo misterioso (o religioso) que había dentro de él. Así, esta crisis de angustia derivó o se creó o formó parte –vete tú a saber – de una crisis religiosa. Crisis religiosa que no se resolvió nunca o se resolvió a la manera unamuniana, quedó en tablas, con esa agonía (angustia, congoja) permanente entre la razón y la fe. Agonía, lucha, que Unamuno interpretó como algo positivo y le llevó a decir cosas como “no quiero buscar mi paz interior en armonías, concordancias y compromisos que llevan a la estabilidad inerte, no quiero que firmen paz mi corazón y mi cabeza, sino que luchen entre sí, lealmente, pero con vigor. Soy y quiero seguir siendo un espíritu antinómico, dualista...”.

Don Miguel tuvo a lo largo de su vida en más ocasiones crisis de angustia, crisis que se complicaron a veces con síntomas agorafóbicos leves, frecuentes ideas de suicido y temores de volverse loco. Y muchas veces él pensó que estaba enfermo. Tanto es así, que tradujo a un amigo médico un libro de Mackenzie en el que se hablaba de una misteriosa Enfermedad X consistente en una serie de síntomas morbosos como sensación de malestar, general hipersensibilidad al frío, dispepsia, trastornos intestinales, respiratorios y cardiacos, de origen desconocido, y  llegó a pensar seriamente que él la padecía. Debió sufrir mucho con ellas y por ellas llegó a la conclusión  de que “el dolor es el camino de la conciencia, y es por él como los seres vivos llegan a tener conciencia de sí”.

Por eso te digo que ahora es mucho más fácil. No sé que hubiera pasado con Miguel de Unamuno si hubiera vivido ahora. Si habría aceptado o solicitado un tratamiento psiquiátrico para curar su angustia y si su obra y su pensamiento se hubieran modificado ante la probable mejoría de su trastorno. Pero está claro que gran parte de su obra y de su vida están cimentadas en esta angustia. Por tanto, te remito, sin más, a lo que él nos dice en un párrafo de ese libro suyo que tanto me gusta, su Vida de Don Quijote y Sancho:

“No sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos”, digo con Don Quijote. Y Don Quijote tuvo que decirlo en uno de esos momentos en que sacude el alma el soplo del aletazo del ángel del misterio; en un momento de angustia. Porque hay veces que, sin saber cómo y de dónde, nos sobrecoge de pronto, o al menos sin esperarlo, atrapándonos desprevenido y en descuido, el sentimiento de nuestra mortalidad. Cuanto más entonado me encuentro en el tráfago de los cuidados y menesteres de la vida, estando distraído en una fiesta o en agradable charla, de repente parece como si la muerte aleteara sobre mí. No la muerte sino algo peor, una sensación de anonadamiento, una suprema angustia. Y esta angustia, arrancándonos del conocimiento aparencial, nos lleva de golpe y porrazo al conocimiento sustancial de las cosas... A fuerza de ese supremo trabajo de congoja conquistarás la verdad, que no es, no, el reflejo del universo en la mente, sino su asiento en el corazón. La congoja del espíritu es la puerta de la verdad sustancial”

Publicado en Revista Axis, Junio 2005,  Sección Médicos y artistas

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