miércoles, 13 de octubre de 2010

La sonrisa de Lewis Carroll



 Teresa Cañas
El 4 de Julio de 1862 el reverendo Charles Dogson llama a la puerta de la casa de su amigo el decano Liddle. Una mujer abre la puerta y se oye detrás un revoloteo de lazos rosas, ositos de peluche y zapatos de charol. El reverendo saluda tartamudeando a la mujer y después sonríe ampliamente a las tres niñas que asoman la nariz detrás de ella. Son Lorina, Alicia y Edith, de trece, diez y ocho años respectivamente, las tres hijas del decano y de la mujer que le ha abierto, quien ordena a Lorina que coja la cesta de mimbre con la merienda. Sale Dogson con las pequeñas y a la comitiva se une junto a la verja del jardín su último componente, el reverendo Duckworth. Un grupo peculiar éste, dos hombres de negro y tres niñas a colorines. Entre risas y cuchicheos llegan a uno de los embarcaderos que salpican el río Támesis cerca de Oxford. Es una tarde de verano, una tarde de sol ardiente en el que el tiempo y el sonido han desaparecido y sólo ellos cinco y alguna libélula temeraria osan retar al silencio de la hora de la siesta. Por eso no han encontrado a nadie por el camino y no ha habido, como en otras ocasiones, codazos poco disimulados y miradas torvas. Hoy nadie comenta nada más darles la espalda “¿has visto cómo iba de contento el reverendo Dogson? ¿cómo hablaba y miraba a una de las niñas? Parece que hoy no va a haber fotos”.Ya es conocida en todo Oxford la fascinación del reverendo por las fotos y por las niñas, aunque no fuera hasta 1880 cuando Charles Dogson dejaría de hacer fotos, presumiblemente tras conocerse que había fotografiado a algunas niñas desnudas en plena época victoriana.

-“¡Cuéntenos una de esas historia sin pies ni cabeza, reverendo Dogson!”- pide Edith
- “En otra ocasión” - contesta.
- “¡Ya es otra ocasión!” -dicen las tres al unísono entre risas.

Alicia coge al Reverendo de la mano, consciente de que él está en todo momento pendiente de ella, que espía cada gesto, cada sonrisa, cada guiño de ojos con un embeleso injustificable. Alicia, con diez años, conoce ya su poder.

-“Primero vamos a subir a la barca, tenéis que ayudarnos a remar y estar pendientes de que no nos torzamos” – dice el reverendo Duckworth

Así empieza el paseo en barca. El reverendo Dogson es un hombre hermoso, tiene una figura estilizada y un semblante algo lánguido y afeminado, con una mirada oscura que parece dirigirse hacia el interior en vez de al exterior, la mirada de aquellos que están más interesados por lo de dentro que por lo de fuera. Es tímido y serio, zurdo y tartamudo. Tiene treinta años y trabaja como profesor de Matemáticas. Y  treinta años después escribirá en un libro llamado Lógica simbólica: “El universo consta de cosas que pueden ordenarse en clases y una de éstas es la clase de cosas imposibles”. Por eso, habría que ser muy cautos al hablar de la atracción del reverendo hacia la mediana de estas niñas. Mucho más cautos que lo que sería en su momento Nabokok, quién comparó Alicia con su Lolita, y que lo son esos críticos de regusto psicoanalítico que desconocen que lo imposible es accesible para algunos. Dice Borges que “si no existieran, si no fueran parte de nuestra felicidad, diríamos que los libros de Alicia corresponden a esa categoría de cosa imposibles”. Y también el afecto imposible que da lugar a ese libro, como lo llama el propio autor, “todo ese amor sobre el vacío, con tanta imposibilidad, y con tanta infinita soledad y desamparo”.

-“Venga,  cuéntenos ya una de esas historias, reverendo Dogson” –Solicita una vez más Alicia.

El Reverendo empieza entonces a narrar lo que le pasó a una niña rubia e impertinente cuando se coló por la madriguera de un conejo de ojos rosados, lo que le sucedió a la propia Alicia en un mundo imposible que resulta ser posible durante esa excursión. Va improvisando, sumergido sin ningún flotador en esa clase de cosas imposibles. Gusta tanto a las niñas esa historia, la historia “más sin pies, más sin cabeza” que ha contado nunca, que se empeñan –sobre todo se empeña la pequeña Alicia- en que la escriba esa misma noche. Y eso hará el reverendo, que pasará a ser conocido a partir de entonces por los siglos de los siglos como Lewis Carroll. La historia, tras el título inicial Las aventuras de Alicia bajo tierra, regalo del autor a su protagonista en las Navidades siguientes, pasa a ser la inmortal Alicia en el país de las maravillas.  Una historia que hará sonreír no sólo a las niñas Liddle, sino a multitud de generaciones de niñas a partir de entonces.

Pero no al reverendo. Charles Dogson (Lewis Carroll), el autor, nunca sonríe. En ninguna de sus fotos puede verse que esboce la más minúscula de las sonrisas. Aunque   para compensarlo, inventa una de las sonrisas más famosas de la literatura universal: la sonrisa del gato de Cheshire. Un gato sonriente. Un gato filósofo cuyas sentencias han sido citadas con cierta frecuencia en libros científicos. Como es esa que le dice a la pequeña en el bosque: “Siempre llegarás a alguna parte si caminas lo bastante”. Cita que ha servido, según explica el traductor de la obra que tengo en las manos, Jaime de Ojeda, para ilustrar el contraste entre la realidad informe de la materia y el carácter intencional que tiene toda ordenación lógica.

O como esa otra que podría servir para ilustrar la locura en los tratados de Psiquiatría:

-“¿Y cómo sabes que tú estás loco?
-Para empezar –repuso el Gato- los perros no están locos ¿de acuerdo?
-Supongo que no –dijo Alicia
-Bueno, pues entonces- continuó diciendo el Gato-, verás que los perros gruñen cuando algo no les gusta, y mueven la cola cuando están contentos. En cambio, yo gruño cuando estoy contento y muevo la cola cuando me enojo; luego estoy loco.
-Pero si eso no es gruñir, sino ronronear –protestó Alicia”.

Un gato sonriente que aparece y desaparece y que a veces se desvanece muy paulatinamente, dejando su sonrisa flotando en el aire aún un rato después de que haya  desaparecido el resto, lo que hará exclamar a Alicia: “¡Bueno!. Muchas veces he visto a un gato sin sonrisa pero ¡una sonrisa sin gato! ... ¡Esto es lo más raro que he visto en toda mi vida!”.

 Puede que con ello Lewis Carroll nos quisiera hacer caer en la cuenta de algo bastante lógico y evidente: que sólo deberían hablar de cosas imposibles (como es, por ejemplo, su afecto por la niña Liddle), aquellos que sepan que existen cosas tan extrañas como una sonrisa sin gato.

Publicado en Axis, Abril 2007

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