miércoles, 13 de octubre de 2010

La muerte de la mosca

Teresa Cañas




La mosca brinca por la mesa del chiringuito más cercana al mar. Desde una esquina recorre en diagonal unos centímetros y después se eleva, haciendo un movimiento de remolino que asemeja un doble salto mortal. Se deja caer de nuevo sobre la mesa justo en la esquina donde comenzó su andadura. Realiza de nuevo el mismo camino como si se tratase de una danza africana o un misterioso rito. Cómo saber si este movimiento de la mosca, repetido una y otra vez, se debe a un juego, a un cortejo, una forma de mantener a raya a otras moscas o bien es simplemente una maniobra de acecho y control del ambiente. Puede que solo sea una manera de acompañar al mar. Es difícil conocer las intenciones de otros seres –si realmente las tienen, que eso tampoco se sabe- y se puede hacer mil cábalas al respecto, siendo tan verosímil suponer una como la radicalmente opuesta.

Repentinamente, la mosca alza su vuelo y se aposenta en el techo, en el lado izquierdo del ahora apagado tubo de neón, junto a otros puntos negros que puede que sean otros moscones o manchas o mariposas o sombras. No se puede distinguir a estas alturas de la tarde en que la luz del sol se vuelve juguetona y tramposa, una hora antes de desaparecer.

Llegan él y ella y se sientan alrededor de la mesa, uno enfrente del otro, compungidos y solemnes.

-“Debo decirte algo” –dice el hombre mirando las grietas del tablero de madera, escrutando cada nudo, cada fallo, cada veta. La mosca baja revoloteando y se posa en la tersa mejilla de ella, quien hace un gesto con la mano que no se sabe muy bien si está destinado a retirarla o a acompañar la sorpresa fingida que muestran sus ojos al mirarle a él. Y es que ella ya debe saber lo que él va a decir, seguramente lo esté esperando desde hace tiempo, aunque puede que aún no sepa ni siquiera ella misma que lo sabe y que lo espera. Tras un brusco salto a la izquierda – esta vez si se conoce con qué intención, escapar del movimiento de la desvaída mano- el insecto vuelve a aposentarse de nuevo en el tablero que hace un rato había recorrido, sobre el que se encuentran ahora dos pares de manos muy diferentes entre sí: una pareja de manos grandes y peludas, posadas casi sin tocar la mesa, la mano derecha apoyada por el puño mientras sujeta con fuerza a la izquierda como si temiese que ésta se escapase y fuera, por ejemplo, a acariciar esa tersa mejilla que sólo hace un instante la mosca rozó. Y las manos de ella, mucho más gráciles y livianas, abandonadas, desvalidas a lo largo de la mesa, como si hubieran querido agonizar allí, -después de haber espantado una de ellas, para siempre, a una mosca o a una ilusión -, y sujetas por los brazos como un hilo al flujo de la vida. La mosca se acerca poco a poco a la mano izquierda de ella, dubitativa, revoltosa.

-“Amo a otra mujer”-. El mar ruge con olas que se apaciguan suavemente sobre la superficie arenosa, una gaviota grita su súplica a otra y la mosca decide al fin colocarse en el dedo anular de la mano izquierda de ella, al lado de un anillo que él le regaló cuando era a ella a la que amaba. Ella ignora las cosquilleantes patitas de la mosca a caballo entre el dedo anular y medio y ésta comienza, confiada, a explorar la raíz de los dedos y el dorso de la mano. Durante pocos segundos una de sus alas se convierte en cristal tornasolado cuando es enfocado por uno de los últimos rayos de sol, oblicuos y mágicos, que buscan convertir cualquier bagatela en imagen de arco iris. Y es entonces cuando la mujer mira al hombre con una expresión de odio abierto, de rabia que se escapa, de venganza en marcha. Le mira como se mira al tirano, estupefacta, rota, desahuciada. La mosca vuela entonces hasta la uña del primer dedo de la misma mano donde está posada y ahí se queda quieta, sobre la frialdad de  la queratina, a la espera. Pero aún así puede que la tensión de los músculos inmóviles de ella, acumulando potencia, se transmita a los insectos más que a las personas porque mientras el hombre sigue ensimismado en el nudo de madera del tablero de la mesa -en el nudo de madera en el que se aprecia al fondo de su imaginación el rostro de la otra, de la que ahora es ella y su piel nueva y su sonrisa nueva- la mosca huye al borde del respaldo del asiento de la silla en la que se sienta la mujer, rozando levemente el tirante del vestido rosa playero que lleva.

La mujer frunce el entrecejo y después, con una voz queda que no parece la suya, que parece haber salido del comienzo de la vida,  le insulta. El lanza una sonrisa de disculpa y condescendencia, se halla en ese momento del amor en que nada importa -solo el placer de la otra cuando está con él y su mirada y su tacto suave. Lo demás es lejano, nimio, irreal, hasta el dolor de esa que fue ella hasta hace poco y a la que dijo amar. La mosca vuelve al tablero, en esta ocasión se sube, victoriosa, al dorso de la mano derecha de él, hasta la zona más alta en el ámbito del tablero, concretamente, a la punta de su dedo índice, levemente elevado en un gesto que no se sabe si es de reproche o de disculpa.

-“También el amor muere” –dice él. Y con la mano izquierda propina, casi sin percatarse, un golpe seco a la mosca encaramada en su dedo que hace al insecto saltar por los aires para caer, agonizante, boca arriba, en el centro del tablero, meneando las minúsculas patas por última vez antes de permanecer inmóviles para siempre. La mujer mira la mosca en el momento de su muerte – se vuelve observadora indiscreta de ese instante misterioso en que lo vivo abandona la materia y convierte un insecto molesto y pegajoso en un minúsculo grumo encima de la mesa – y recuerda un proverbio absurdo y surrealista que hablaba de cómo aplastar dos adoquines con la misma mosca. Y en ese momento y por un instante le entran unas ganas locas de reírse. Despreciar la traición de él. Ignorar la muerte de la mosca. Reír y después marcharse. Pero sin poder evitarlo añade una derrota más a la derrota que le ha infringido él y, tapándose la cara con las manos, rompe a llorar.

Publicado en la Revista Axis agosto de 2008

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