miércoles, 13 de octubre de 2010

Instancia de Sancho Panza a los miembros de la Real Academia de la Lengua Española

Mª Teresa Cañas



Como ya conocen vuesas mercedes, mi nombre es Sancho Panza y hace casi cuatro siglos tuve el honor de ser escudero del más famoso caballero andante que en el mundo ha habido. La gloria de mi señor, el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, es recordada y agasajada desde entonces, en cualquier parte descubierta de la tierra, y lo será en los tiempos venideros. Y con ella, la de mi humilde persona.

Mi nombre aparece, con letras de molde y en cursiva, en los diccionarios del español que se van reproduciendo año tras año, siglo tras siglo. Así lo definen: Sancho Panza: Se aplica a la persona acomodaticia y falta de ideales. Y ese es el motivo por el que me dirijo a Vuestras Excelencias, esperando subsanar este execrable error al que ha llevado la ironía maliciosa de Miguel de Cervantes, mi biógrafo no autorizado.

Porque, como él dice, yo era hombre de bien y de muy poca sal en la mollera, simple, tragón y un poco avaricioso. Y es verdad que, cuando inicié el periplo con mi señor, lo hice ante sus promesas de hacerme gobernador de una ínsula. Pero, tras las primeras jornadas que pasé con él, jornadas en que fui apaleado, manteado, embestido y despojado de mi querido jumento, por muy sosa que fuera mi mollera, no dudaba que el gobierno de la ínsula no era más que otra ilusión de mi loco caballero. Como los gigantes, los ejércitos y los castillos. Y aunque a cada momento pensaba que debía volver a mi casa de aquella aldea de cuyo nombre Don Miguel no tiene a bien acordarse, seguí a mi estrafalario señor en su aventura. Comiendo queso y pan duro, mientras mi caballero se alimentaba sólo de las hierbas del bosque. A eso no se le puede llamar ser acomodaticio. Y seguí a Don Quijote, el señor de sabio lenguaje y descabelladas acciones, por un único motivo: la luz refulgente de sus ojos cuando miraban el mundo. Es entonces cuando mi ser sanchopancesco empezó a quijotizarse.

Mi enamorado señor, renombrado Caballero de la triste figura, me pidió entregara una carta a su amada Dulcinea, día de su noche, gloria de su pena, norte de sus caminos y estrella de sus venturas. Mientras él quedaba en Sierra Morena haciendo penitencia como muestra de su amor. Me reveló que Dulcinea no era otra que Aldonza Lorenzo, la hija de Lorenzo Corzuelo, a la que sólo había visto cuatro veces, que era hermosa como ninguna y a la que nadie mejoraba en su buena fama. Y antes de despedirse me confesó que él imaginaba que todo lo que decía era así y que así pintaba a su Dulcinea en su imaginación no ganándola en belleza o en principalidad ni Elena, ni Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina. Y que esto que decía podía ser rechazado por los ignorantes, pero nunca castigado por los rigurosos. Y, mirando la luz que refulgían sus ojos, comprendí inmediatamente que tenía razón y así se lo exprese. Por lo menos, para mi señor, yo no era tan necio como me pinta Cervantes.

Y me seguí quijotizando.

A mi señor le dije que había entregado la carta a su Dulcinea. Pero en realidad, a quien se la había dado era a mi Dulcinea. Aunque el señor barbero y el cura pensaran que la había dejado olvidada en el monte. Y mi Dulcinea ahechaba trigo y olía hombruno, mientras que la de mi señor ensartaba perlas y olía a fragancias aromáticas.

Pasado algún tiempo y muchas aventuras, fuimos el excelso Don Quijote y yo a buscar a Dulcinea a su pueblo, el Toboso. Mi señor me puso en un aprieto al pedirme que le enseñara la morada de su amada. Por lo que decidí convertir en Dulcinea a una moza aldeana, carirredonda y chata, con olor de ajos crudos. La mirada de mi señor se inundó de pena cuando creyó que Dulcinea, víctima de la malicia de los encantadores que le tenían ojeriza, se había transformado para sus ojos en una garrula basta y sucia. Y esta mirada me dessanchopanzó del todo.

Aunque no dudaba que Don Quijote estaba loco, o era un mentecato, le seguí cual perro fiel. Mi señor, despreciando la hacienda, pero no la honra, satisfacía agravios, enderezaba tuertos, castigaba insolencias, vencía gigantes y atropellaba vestigios. Y yo con él, como escudero imprescindible en sus hazañas. Como le dije al eclesiástico inane que tuvo la osadía de llamar a mi señor Don Tonto yo deseaba ser como él, un buen señor, aunque pasara por loco o mentecato. A eso no se le puede llamar falta de ideales. Y mis ojos refulgían también cuando miraban el mundo, que se había poblado de gigantes, princesas desvalidas y desagravios que acometer. 

Fuimos huéspedes de Duques en castillos. En un caballo de madera llamado Clavileño subimos al cielo, desde donde pude ver toda la tierra no mayor que un grano de mostaza. Se me nombró finalmente gobernador de una ínsula, de nombre Barataria, y a todos asombré por mi sabiduría y buen juicio. Renuncié a su gobierno cuando comprendí que mi alma no era alma de gobernante, sino de escudero de un héroe. En Barcelona fuimos aclamados y agasajados por las gentes, justo antes de que mi señor fuera tristemente derrotado en esa ciudad por el caballero bachiller del sentido común. Ambos sabíamos que un halo de burla empañaba la mirada de los que nos celebraban y adulaban, pero lo desdeñábamos; los ojos empañados no tienen la luz necesaria para poder mirar el mundo ni valorar nuestras hazañas que, como dijo nuestro historiador, sólo pueden mover a la admiración o a la risa.

Cuando Alonso Quijano el Bueno decidió matar a Don Quijote justo antes de morirse él, sollocé, le supliqué que no lo hiciera y que nos fuéramos de pastores a buscar a nuestras Dulcineas ya desencantadas. Pero el hidalgo Alonso Quijano murió por la melancolía que le produjo su asesinato de Don Quijote.

Nuestras aventuras empezaron a ser famosas en casi todas las partes del mundo mientras nosotros andábamos por las llanuras de Castilla. Treinta mil volúmenes se imprimieron y treinta mil más estaban en camino ya en ese tiempo de nuestra cabalgadura. Hagan ustedes la cuenta de los que se han publicado desde entonces. En todos aparece la misma historia: las hazañas del ingenioso hidalgo y de su escudero Sancho Panza. Como habrán podido comprobar en ella, mi vida de escudero fue todo menos la de una persona acomodaticia y falta de ideales.

Por eso, suplico a vuesas mercedes lo siguiente: Que no sigan utilizando mi humilde nombre para definir a ese tipo de personas. Mi sesera me dice que existen nombres que se ajustan mucho más a esta definición. Como, por ejemplo, Sansón Carrasco o barbero o cura o Antonia Quijana. Seguro que entre sus contemporáneos encontrarán muchos afamados nombres con que definirlo, si no tienen a bien estas propuestas que les hago. Sancho Panza no. 

Sancho Panza se aplica al escudero fiel y converso al sueño de su señor.

Y es que resulta que algunos sueños se contagian. Aunque sólo lo hacen aquellos sueños que despiertan.

Como quién a buen árbol se arrima buena sombra le cobija, remato mi petición con las palabras que el honorable Don Miguel de Unamuno pronunció a favor de mi causa: “De todo ello hemos de concluir que Sancho vivía, sentía, obraba y esperaba bajo el encanto de un poder extraño que le dirigía y llevaba contra lo que veía y entendía, y que su vida toda fue una lenta entrega de sí mismo a ese poder de la fe quijotesca y quijotizante”.

Publicado en Revista Axis, Mayo 2004,  Sección Médicos y artistas

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