miércoles, 13 de octubre de 2010

La Lira de Orfeo

Teresa Cañas 
Es verano. La noche se vuelve coqueta y saca a relucir sus estrellas milenarias,  broches de brillantes que tintinean por doquier, soberbios, orgullosos, prepotentes. Como una adolescente al vestirse de largo, el cielo de la noche se convierte en el estío en una joven altiva y engalanada, una mujer lozana y atrevida que muestra sin ningún recato las joyas de sus antepasados. Y entre ese conjunto de piedras preciosas que aparece en el firmamento, allí, al oeste, se encuentra Vega, la quinta estrella más brillante del universo. Vega dibuja, junto a otros astros menos refulgentes, la forma de una lira. Y esta constelación en forma de lira, esta nebulosa, es un broche que le regaló Zeus a la Noche para que lo luciera en verano antes de que naciera el Tiempo. Un homenaje al amor. Un homenaje a la poesía. Un homenaje a la música. Quién mejor para exhibir este símbolo lírico, debió pensar Zeus un día de julio mientras se lo colocaba a la Noche en la solapa y le ordenaba ser la portadora del mensaje de Orfeo,

Quién mejor que tú, Noche, puede lucir esta lira cada verano, en recuerdo de aquel a quién perteneció. Quién mejor para que, con el brillo de las estrellas allí en lo alto, la historia de Orfeo siga contándose de padres a hijos, de generación en generación, y nunca se olvide el poder de la música, el poder de la poesía y el poder del amor. Y los que sean capaces de escuchar algo dentro de ellos mismos en las noches claras y desenfadadas que oigan entonces la sinfonía creada por el tañido de la lira y el canto de Orfeo narrando su historia, acompasados con el croar de las ranas y el vuelo de un búho,

Que escuchen a Orfeo, el poeta y músico más famoso de todos los tiempos, hijo del rey de Tracia y de la musa Caliope. Que le oigan tocar la lira que le regaló Apolo y le enseñaron a usar las Musas, esa lira cuyo sonido no sólo amansa a las fieras sino que hace danzar a rocas y a árboles. Que escuchen ese canto que dulcifica el carácter de los hombres,

Que sepan las aventuras que vivió Orfeo cuando se unió a los Argonautas con la misión de marcar la cadencia a los remeros y que escuchen la música con la que calmaba las tempestades y serenaba a los marinos. Que no olviden que su canto venció al de las Sirenas cuando éstas quisieron atraer a los Argonautas y que ellas acabaron suicidándose tras su derrota,
  
Que durante esa noche de verano bailen los hombres la danza más alegre y festiva, aquella que habla de cómo Orfeo se enamoró de Eurídice y de como esta le correspondía, y de los preparativos de la boda -de las flores, del organdí, de los dulces, de las risas, de los ojos fulgurantes y de espesura en las pestañas-. Que canten los hombres la juventud de esa boda y que el universo entero se llene de notas de tonalidad suave, rosa y dorada,

Pero que sepan también que Orfeo nunca llegó a desposar a Eurídice. Que escuchen el lamento del poeta al narrar como poco antes del festejo nupcial Aristeo trató de forzar a Eurídice y esta, al huir, pisó una serpiente y murió. Y entonces que empiecen a oír sobre la bajada tenebrosa del enamorado a los Infiernos. De la tristeza del sonido de su lira. Del amenazante ruido del fuego. De su determinación de seguir bajando para buscar a su amante en el reino de las sombras. Y es aquí cuando la música suena con toda su solemnidad y tristeza, es la melodía de la desolación y de la pérdida. Es la sinfonía que logró hechizar al barquero Caronte, ese anciano de larga barba blanca y ojos llameantes encargado de trasportar las almas de los fallecidos por el río que separa el  reino de los vivos del de los muertos. Y que también consiguió hipnotizar al perro Cerbero, que guarda la puerta de ese reino. Y a los tres jueces infernales. Es esta música el sonido de un anhelo, el anhelo de llegar al fondo del Infierno para encontrar a aquella a la que ama. Es un lamento y un ruego, lamento con el que Orfeo comunicó al señor de los Infiernos su desgracia, y un ruego, el de que permitiese a su amada volver al reino de los vivos. Y se vuelve entonces esta canción tan triste que hasta en el mismo Infierno lloraron las almas sin sangre (y sin lágrimas) y los condenados dejaron de cumplir su condena eterna mientras sonaba. Tan potente llegó a ser la música y la poesía del amor allí abajo que Tántalo dejó de buscar el agua con que saciar su sed. Tan fuerte fue que la rueda de Ixión se quedó parada. Tan poderosa se volvió que hizo a Sísifo sentarse sobre su roca. Tan subyugante resultó que hasta los buitres dejaron de picotear el hígado del gigante Ticio. Tan convincente, en fin, que el mismísimo Señor de las Tinieblas le permitió a Orfeo llevarse a Eurídice de nuevo al reino de la Vida. Y sólo puso una condición. Una absurda y caprichosa condición: la de que Orfeo no mirase hacia atrás hasta que ella estuviese a salvo bajo la luz del sol. No mirar hacia atrás en la oscuridad si uno quiere seguir indemne después de haber conocido los Infiernos, esa es la enseñanza. Pase lo que pase, nunca mirar hacia atrás cuando no haya luz. Y Eurídice siguió a su amante por el oscuro pasadizo, guiada por los sonidos de la lira –y aquí la tonada se vuelve suplicante, presurosa, una petición aguda, una espera.  Pero Orfeo no pudo contenerse y miró a su pasado oscuro sin estar junto a la protección de la luz del sol y entonces Eurídice por segunda vez desapareció.

Silencio. En esta parte la sinfonía pierde su ritmo, se estanca, se vuelve repetitiva y desabrida, deja de ser música. Porque habla de cómo logró vivir Orfeo a pesar de la bajada a los Infiernos, a pesar de la pérdida repetida, absurda, incompresible de su amada. El canto se convierte en misterio y Orfeo, que se ha vuelto sabio, predica la manera en la que puede el alma sortear los obstáculos tras la muerte. Se rebela contra los mandatos de Dioniso. Es el sonido sin voz, el habla sin melodía de la teología órfica.

Que sepan los hombres que al final esta historia, como no podía ser de otra manera, se llenó de sangre. La música atrona. Las Ménades, bien porque le amaban y él las despreció o puede que solamente porque quisieron ser las artífices de la venganza que bramó Dioniso, atacaron a Orfeo, le arrancaron las extremidades y tiraron al río su cabeza, que bajó cantando hasta el mar. Y éste la acunó y la llevó a la isla de Lesbos. Allí fue donde la cabeza empezó a lanzar oráculos a diestro y siniestro, oráculos que alcanzaron tal fama que el dios Apolo –que no deseaba competencia para los suyos de Delfos -le ordenó callarse para siempre.

Y que las musas (perdón, las Musas) ¡qué dulzura! recogieron llorando los miembros de Orfeo y los enterraron al pie del monte Olimpo donde desde entonces suena el trino de  ruiseñores más bello del mundo ¿no los puedes oír, acaso, custodiando la tumba de Orfeo?

Y su lira, ya lo sabes tú, Noche, llegó a tu firmamento, para que cuando te adornes con ella, resuene en quien mire al cielo estrellado los poemas de amor de la música de Orfeo.  

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