miércoles, 13 de octubre de 2010

La muerte de la mosca

Teresa Cañas




La mosca brinca por la mesa del chiringuito más cercana al mar. Desde una esquina recorre en diagonal unos centímetros y después se eleva, haciendo un movimiento de remolino que asemeja un doble salto mortal. Se deja caer de nuevo sobre la mesa justo en la esquina donde comenzó su andadura. Realiza de nuevo el mismo camino como si se tratase de una danza africana o un misterioso rito. Cómo saber si este movimiento de la mosca, repetido una y otra vez, se debe a un juego, a un cortejo, una forma de mantener a raya a otras moscas o bien es simplemente una maniobra de acecho y control del ambiente. Puede que solo sea una manera de acompañar al mar. Es difícil conocer las intenciones de otros seres –si realmente las tienen, que eso tampoco se sabe- y se puede hacer mil cábalas al respecto, siendo tan verosímil suponer una como la radicalmente opuesta.

Repentinamente, la mosca alza su vuelo y se aposenta en el techo, en el lado izquierdo del ahora apagado tubo de neón, junto a otros puntos negros que puede que sean otros moscones o manchas o mariposas o sombras. No se puede distinguir a estas alturas de la tarde en que la luz del sol se vuelve juguetona y tramposa, una hora antes de desaparecer.

Llegan él y ella y se sientan alrededor de la mesa, uno enfrente del otro, compungidos y solemnes.

-“Debo decirte algo” –dice el hombre mirando las grietas del tablero de madera, escrutando cada nudo, cada fallo, cada veta. La mosca baja revoloteando y se posa en la tersa mejilla de ella, quien hace un gesto con la mano que no se sabe muy bien si está destinado a retirarla o a acompañar la sorpresa fingida que muestran sus ojos al mirarle a él. Y es que ella ya debe saber lo que él va a decir, seguramente lo esté esperando desde hace tiempo, aunque puede que aún no sepa ni siquiera ella misma que lo sabe y que lo espera. Tras un brusco salto a la izquierda – esta vez si se conoce con qué intención, escapar del movimiento de la desvaída mano- el insecto vuelve a aposentarse de nuevo en el tablero que hace un rato había recorrido, sobre el que se encuentran ahora dos pares de manos muy diferentes entre sí: una pareja de manos grandes y peludas, posadas casi sin tocar la mesa, la mano derecha apoyada por el puño mientras sujeta con fuerza a la izquierda como si temiese que ésta se escapase y fuera, por ejemplo, a acariciar esa tersa mejilla que sólo hace un instante la mosca rozó. Y las manos de ella, mucho más gráciles y livianas, abandonadas, desvalidas a lo largo de la mesa, como si hubieran querido agonizar allí, -después de haber espantado una de ellas, para siempre, a una mosca o a una ilusión -, y sujetas por los brazos como un hilo al flujo de la vida. La mosca se acerca poco a poco a la mano izquierda de ella, dubitativa, revoltosa.

-“Amo a otra mujer”-. El mar ruge con olas que se apaciguan suavemente sobre la superficie arenosa, una gaviota grita su súplica a otra y la mosca decide al fin colocarse en el dedo anular de la mano izquierda de ella, al lado de un anillo que él le regaló cuando era a ella a la que amaba. Ella ignora las cosquilleantes patitas de la mosca a caballo entre el dedo anular y medio y ésta comienza, confiada, a explorar la raíz de los dedos y el dorso de la mano. Durante pocos segundos una de sus alas se convierte en cristal tornasolado cuando es enfocado por uno de los últimos rayos de sol, oblicuos y mágicos, que buscan convertir cualquier bagatela en imagen de arco iris. Y es entonces cuando la mujer mira al hombre con una expresión de odio abierto, de rabia que se escapa, de venganza en marcha. Le mira como se mira al tirano, estupefacta, rota, desahuciada. La mosca vuela entonces hasta la uña del primer dedo de la misma mano donde está posada y ahí se queda quieta, sobre la frialdad de  la queratina, a la espera. Pero aún así puede que la tensión de los músculos inmóviles de ella, acumulando potencia, se transmita a los insectos más que a las personas porque mientras el hombre sigue ensimismado en el nudo de madera del tablero de la mesa -en el nudo de madera en el que se aprecia al fondo de su imaginación el rostro de la otra, de la que ahora es ella y su piel nueva y su sonrisa nueva- la mosca huye al borde del respaldo del asiento de la silla en la que se sienta la mujer, rozando levemente el tirante del vestido rosa playero que lleva.

La mujer frunce el entrecejo y después, con una voz queda que no parece la suya, que parece haber salido del comienzo de la vida,  le insulta. El lanza una sonrisa de disculpa y condescendencia, se halla en ese momento del amor en que nada importa -solo el placer de la otra cuando está con él y su mirada y su tacto suave. Lo demás es lejano, nimio, irreal, hasta el dolor de esa que fue ella hasta hace poco y a la que dijo amar. La mosca vuelve al tablero, en esta ocasión se sube, victoriosa, al dorso de la mano derecha de él, hasta la zona más alta en el ámbito del tablero, concretamente, a la punta de su dedo índice, levemente elevado en un gesto que no se sabe si es de reproche o de disculpa.

-“También el amor muere” –dice él. Y con la mano izquierda propina, casi sin percatarse, un golpe seco a la mosca encaramada en su dedo que hace al insecto saltar por los aires para caer, agonizante, boca arriba, en el centro del tablero, meneando las minúsculas patas por última vez antes de permanecer inmóviles para siempre. La mujer mira la mosca en el momento de su muerte – se vuelve observadora indiscreta de ese instante misterioso en que lo vivo abandona la materia y convierte un insecto molesto y pegajoso en un minúsculo grumo encima de la mesa – y recuerda un proverbio absurdo y surrealista que hablaba de cómo aplastar dos adoquines con la misma mosca. Y en ese momento y por un instante le entran unas ganas locas de reírse. Despreciar la traición de él. Ignorar la muerte de la mosca. Reír y después marcharse. Pero sin poder evitarlo añade una derrota más a la derrota que le ha infringido él y, tapándose la cara con las manos, rompe a llorar.

Publicado en la Revista Axis agosto de 2008

Mi huésped cronopio



Teresa Cañas
Estaba yo escribiendo un ensayo sobre las motivaciones que puede tener un individuo para quitarse la vida cuando apareció de repente en mi cuarto un cronopio pequeñito - de esos que existen en el mundo de Cortázar- y me susurró al oído: “Te falta un motivo fundamental para matarse: el de vomitar conejitos”. Le agradecí al cronopio el interés que se había tomado en mi trabajo y él decidió quedarse a vivir en mi casa. Pronto supe que nunca se pierde el programa de los Simpson y que después de verlo, baila y canta con tal emoción que los vecinos dan golpes para que se quede quieto, pero el cronopio lo único que hace en esas circunstancias es ponerse a bailar catalá al son de los golpes de los vecinos y estos se aburren de aporrear tanto el techo y al final se callan. Entonces el cronopio se tumba en el sofá y se pone a dormir a pierna suelta hasta la hora de comer. Su comida preferida son las manzanas y el chocolate y le gusta dejar las pepitas de la manzana haciendo figuras en la mesa del salón.

Pero el cronopio que vive en mi casa no es puro. Como ya sabemos gracias a la documentada Historia de cronopios y de famas, los cronopios practican la eugenesia. Ellos, nos informa su historiador Julio Cortázar, no desean tener hijos, porque los hijos de los cronopios odian a sus padres. Por eso los cronopios acuden a los famas para que fecunden a sus mujeres. Los famas aceptan hacerlo en primer lugar porque son seres muy libidinosos y en segundo lugar porque creen que así conseguirán aminorar la superioridad moral de los cronopios. Pero no lo logran, afirma rotundamente Cortázar en ese tratado, pues los cronopios educan a sus hijos a su manera y en poco tiempo se les quita cualquier semejanza con los famas.

Esto es lo que cuenta Julio Cortázar. Pero este estudio lo hizo el autor antes de que se supiera la importancia que tienen los genes no sólo para el color del pelo o para la talla o para los pies planos, sino también para la calidad de la moral. Por eso, aunque en su ya clásica Historia no lo nombrase no es de extrañar que de vez en cuando aparezca un cronopio con algún rasgo aislado, escondido entre ropajes de cronopios, de un hijo de fama. Por ejemplo, puede que tal individuo sea verde, húmedo y erizado como un genuino cronopio y capaz de entusiasmarse como un clásico cronopio y acaricie las flores como lo hacen los cronopios y se niegue en rotundo a mandar una carta con un sello feo, tal como lo haría un cronopio de pura cepa. Aún así, puede que en algún momento, en el momento más inesperado y a pesar de la educación recibida, salga a relucir un gen de fama y se convierta en un ser precavido, trabajador, atento y ordenado.

De esa índole es el cronopio que vive en mi casa. Le gusta coleccionar recuerdos y otras cosas, como por ejemplo, los motivos por los que los seres humanos deciden quitarse de en medio. Por eso pudo ayudarme a terminar mi estudio sobre el suicidio. También  colecciona historias de amor. Y hace unos catálogos en los que apunta estas historias y las que conducen a quitarse la vida junto con la enumeración de las figuras que forma con las pepitas en la mesa del salón. En esto de hacer catálogos parece un fama. Pero como en realidad es un cronopio, mezcla unos elementos de un catalogo con los elementos de otro y al lado de un rombo formado por las pepitas de manzana aparece la más bella historia de amor y, junto a ellas, en un rinconcito, está el frasco de arsénico que produce una contracción horrenda en la mandíbula antes de morir. De vez en cuando me declama, con los brazos en alto y  con mucha emoción, la historia de amor que a él más le gusta, que es -¡cómo no!- una que escribió Julio Cortázar cuando jugaba a la rayuela en su casilla siete y que dice así:  

“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua."
Y cuando el cronopio me recita esto me dan ganas de tocarle su boca y seguir paso a paso cada una de estas instrucciones de amor. Estoy a punto de enamorarme de él y por eso le pido que me hable de esa otra historia, de la historia de ese hombre que vomitaba conejitos y que antes de matarse escribió una carta a una señorita llamada Andrée que era la dueña del apartamento parisino en el que vivían el hombre y los conejitos que vomitaba. Entonces el cronopio me cuenta los destrozos que los conejitos hicieron en la casa, que si royeron los lomos de los libros para afilarse los dientes, que si rompieron las cortinas, las telas de los sillones y el borde de un retrato, que si llenaron de pelos la alfombra... También me cuenta que el hombre se tiró por la ventana al amanecer y que en la acera se encontró, además de su cadáver, los cuerpos de once conejitos espachurrados sobre el asfalto.

Otras veces mi huésped cronopio y yo jugamos a dibujar figuras de famas con pepitas de manzana en la mesa del salón y sin quererlo puede que nos salga la figura seria de una esperanza. Enseguida la deshacemos de un manotazo.

A estas alturas, ya se habrán dado cuenta ustedes que vivir con un cronopio no es nada desagradable. Por eso les aconsejo que si algún día uno aparece en su domicilio le inviten a quedarse. Aunque sean desordenados y bulliciosos, merece la pena su compañía cuando no hay que ir a trabajar.

Publicado en la revista Axis, Febrero de 2007

Desear a Adonis



 Mª Teresa Cañas
 Cuenta la leyenda que en la tierra de Saba un día un árbol de mirra crujió, se abombó y rajó, dando luz a un bello niño, un niño tan precioso que hasta la Envidia lo alabó. Se trataba nada más ni nada menos que Adonis, cuyo nombre aún hoy en día sigue siendo sinónimo de excelencia en belleza masculina. Voy a relatar lo que nos dice esa leyenda sobre la concepción de Adonis, su hermosura, las disputas que causó entre las diosas, su muerte, las flores a las que se ligó y los jardines consagrados para él. No podré hablar de sus acciones ni de sus desdichas o pasiones o desengaños. Era tan hermoso que la leyenda se olvidó de él y por tanto sólo habla de aquello que su belleza provocó pero apenas nada de lo que deseó él.

En realidad el árbol del que nació Adonis no fue en un principio un árbol sino su madre, Esmirna, metamorfoseada en árbol por los dioses, un árbol de mirra que simbolizará ya para siempre las lágrimas y el dolor. Y es que Esmirna había sufrido una gran pasión, una pasión criminal y prohibida: se había enamorado de su padre, Cíniras, el rey de Chipre. Esta pasión fue el castigo que Afrodita, la verdadera protagonista de esta historia, infringió a Cíniras, ya que el muy estúpido tuvo la osadía de jactarse de la belleza de su hija y compararla con la de ella, que es la diosa del deseo y del amor. Un buen castigo para un padre tan vanidoso. Así que Esmirna una noche que Cíniras estaba borracho se introdujo en su lecho, de incógnito, y según dicen las malas lenguas de la leyenda no fue sólo esa noche ni la siguiente ni la de después, sino cada una de las noches hasta que el rey Cíniras, deseoso de ver a su amante desconocida, encendió una luz y al descubrir que la amada era su hija, según algunos intentó matarla y según otros se suicidó él. Esmirna, aterrorizada y muy triste, huyó, reconoció su culpa y pidió auxilio a los dioses y entonces fue cuando uno de ellos, probablemente Afrodita, la protagonista de esta historia, la convirtió en el árbol de mirra que se abombo y rajó, dando como fruto a Adonis, el niño más bello que jamás vio una diosa, hijo de su hermana y de su abuelo, aquél que hasta la Envidia alabó...

Afrodita ocultó al hermoso niño en un arca que confió a Perséfone, la diosa de los Infiernos y segunda protagonista de esta historia. No han llegado hasta nosotros los motivos por los que aquélla confió el arca a ésta y, como se trata de asuntos de diosas, es preferible no especular mucho sobre ello. Bien fuera porque quería ocultarlo de los ojos de otros dioses, bien porque quisiera condenarle ya recién nacido a los Infiernos, lo que sí está claro es que no creyó que Perséfone, la diosa de la noche, abriera el arca, como hizo, y viera al  bello niño, se encariñase con él y lo criase en su palacio. Creció por tanto el precioso niño en el palacio oscuro hasta que se convirtió en un joven tan hermoso que Perséfone le hizo su amante. Afrodita, al enterarse, se enfureció y le reclamó al joven, negándose a ello la altiva diosa del Infierno.

Así que Afrodita, Venus la llamarían los romanos, solicitó ayuda a Zeus, el padre de los cielos. Pero éste, algo celoso por el interés de la diosa por Adonis, no quiso tomar parte y le encargó a la ninfa Calíope que presidiese un tribunal que se ocupara de ello. Y este tribunal decidió que ambas tenían igual derecho sobre el bello Adonis y que por tanto una tercera parte del año lo pasaría con Afrodita, otra tercera parte con Perséfone y la última tercera parte sería para lo que él desease, libre de las exigencias amorosas de las dos diosas. (Según dicen algunos, Afrodita más tarde se vengaría cruelmente de la ninfa Caliope por este veredicto tan equitativo e inspiraría a las mujeres tracias un amor tan inflamado por Orfeo, el hijo de Calíope, que al no verse correspondidas por éste le cortarían entre todas la cabeza)

Pero es en esta parte de la leyenda donde Afrodita, la verdadera protagonista de esta historia, demostró todo su poder de seducción, su atractivo y su belleza, con los que hasta al mismo Zeus tiene cautivado. La diosa del amor, con sus artes, pudo convencer fácilmente a Adonis para que renunciase primero a su tercio de tiempo libre y luego fuera arañando el tiempo que le correspondía con Perséfone. Y Adonis, que ha sido hecho para ser deseado pero que sobre sus deseos nada se sabe, fue realizando lo que Afrodita, la diosa del deseo, sugería, desobedeciendo la orden que el tribunal dio y pasando todo el año junto a ella, desdeñando a la libertad y al Infierno.

Perséfone, enfurecida, le dijo a Ares, el dios de la guerra y reconocido amante de Afrodita, que observase cómo ésta prefería a Adonis antes que a él. Ares, celoso, se disfrazó de jabalí salvaje y clavó todos sus dientes en la ingle del bello joven y lo derribó moribundo en la rojiza arena. Afrodita se hirió al intentar socorrer a su amado y con su sangre derramada, las rosas, que al principio eran blancas, fueron teñidas para siempre de rojo. Además, de la sangre del propio Adonis surgió una flor de su mismo color, la anémona, cuyo disfrute es corto, como dice Ovidio, ya que los mismos vientos arrancan a la que está mal sujeta y pronta a caer por su excesiva falta de peso. Por eso, Adonis será siempre un nombre ligado también al de la vegetación, al árbol de la mirra, la rosa y la anémona. En su honor, la misma Afrodita consagró unos famosos jardines formados por plantas que las mujeres sirias regaban con agua caliente, por lo que nacían rápidamente y morían enseguida, simbolizando la prematura muerte del bello Adonis.

Lo que no siempre cuenta la leyenda es que Afrodita, abrumada por el dolor, suplicó tanto y tan insistentemente a Zeus –que como ya hemos dicho la miraba con buenos ojos- que éste al fin consintió que Adonis pasara la mitad del año más oscura con Perséfone, la diosa de los infiernos, y la otra mitad del año, la más luminosa, con la propia Afrodita.

Adonis pasó a representar entonces el espíritu de la vegetación anual, la semilla que permanece oculta en la tierra durante una parte del año (con Perséfone) para poder germinar luego. Y es por ello por lo que Adonis no es sólo la expresión de una belleza masculina vegetal, pasiva y amedrentada, que carece de la heroicidad de un Aquiles o de un Hércules. Su misión es de otra índole pero no por ello menos valiosa: es el portador de algo tan bello que, deseado tanto por la diosa del amor como por la diosa de la noche, irá alternándose entre una y otra en un pacto divino, de la oscuridad bajo tierra a la luz sobre ella, de Perséfone a Afrodita, del infierno al amor, convirtiéndose así en semilla permanente que se oculta y fructifica, eternamente.

Publicado en la Revista Axis, Sección Médicos y artistas, Febrero 2006

Instancia de Sancho Panza a los miembros de la Real Academia de la Lengua Española

Mª Teresa Cañas



Como ya conocen vuesas mercedes, mi nombre es Sancho Panza y hace casi cuatro siglos tuve el honor de ser escudero del más famoso caballero andante que en el mundo ha habido. La gloria de mi señor, el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, es recordada y agasajada desde entonces, en cualquier parte descubierta de la tierra, y lo será en los tiempos venideros. Y con ella, la de mi humilde persona.

Mi nombre aparece, con letras de molde y en cursiva, en los diccionarios del español que se van reproduciendo año tras año, siglo tras siglo. Así lo definen: Sancho Panza: Se aplica a la persona acomodaticia y falta de ideales. Y ese es el motivo por el que me dirijo a Vuestras Excelencias, esperando subsanar este execrable error al que ha llevado la ironía maliciosa de Miguel de Cervantes, mi biógrafo no autorizado.

Porque, como él dice, yo era hombre de bien y de muy poca sal en la mollera, simple, tragón y un poco avaricioso. Y es verdad que, cuando inicié el periplo con mi señor, lo hice ante sus promesas de hacerme gobernador de una ínsula. Pero, tras las primeras jornadas que pasé con él, jornadas en que fui apaleado, manteado, embestido y despojado de mi querido jumento, por muy sosa que fuera mi mollera, no dudaba que el gobierno de la ínsula no era más que otra ilusión de mi loco caballero. Como los gigantes, los ejércitos y los castillos. Y aunque a cada momento pensaba que debía volver a mi casa de aquella aldea de cuyo nombre Don Miguel no tiene a bien acordarse, seguí a mi estrafalario señor en su aventura. Comiendo queso y pan duro, mientras mi caballero se alimentaba sólo de las hierbas del bosque. A eso no se le puede llamar ser acomodaticio. Y seguí a Don Quijote, el señor de sabio lenguaje y descabelladas acciones, por un único motivo: la luz refulgente de sus ojos cuando miraban el mundo. Es entonces cuando mi ser sanchopancesco empezó a quijotizarse.

Mi enamorado señor, renombrado Caballero de la triste figura, me pidió entregara una carta a su amada Dulcinea, día de su noche, gloria de su pena, norte de sus caminos y estrella de sus venturas. Mientras él quedaba en Sierra Morena haciendo penitencia como muestra de su amor. Me reveló que Dulcinea no era otra que Aldonza Lorenzo, la hija de Lorenzo Corzuelo, a la que sólo había visto cuatro veces, que era hermosa como ninguna y a la que nadie mejoraba en su buena fama. Y antes de despedirse me confesó que él imaginaba que todo lo que decía era así y que así pintaba a su Dulcinea en su imaginación no ganándola en belleza o en principalidad ni Elena, ni Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina. Y que esto que decía podía ser rechazado por los ignorantes, pero nunca castigado por los rigurosos. Y, mirando la luz que refulgían sus ojos, comprendí inmediatamente que tenía razón y así se lo exprese. Por lo menos, para mi señor, yo no era tan necio como me pinta Cervantes.

Y me seguí quijotizando.

A mi señor le dije que había entregado la carta a su Dulcinea. Pero en realidad, a quien se la había dado era a mi Dulcinea. Aunque el señor barbero y el cura pensaran que la había dejado olvidada en el monte. Y mi Dulcinea ahechaba trigo y olía hombruno, mientras que la de mi señor ensartaba perlas y olía a fragancias aromáticas.

Pasado algún tiempo y muchas aventuras, fuimos el excelso Don Quijote y yo a buscar a Dulcinea a su pueblo, el Toboso. Mi señor me puso en un aprieto al pedirme que le enseñara la morada de su amada. Por lo que decidí convertir en Dulcinea a una moza aldeana, carirredonda y chata, con olor de ajos crudos. La mirada de mi señor se inundó de pena cuando creyó que Dulcinea, víctima de la malicia de los encantadores que le tenían ojeriza, se había transformado para sus ojos en una garrula basta y sucia. Y esta mirada me dessanchopanzó del todo.

Aunque no dudaba que Don Quijote estaba loco, o era un mentecato, le seguí cual perro fiel. Mi señor, despreciando la hacienda, pero no la honra, satisfacía agravios, enderezaba tuertos, castigaba insolencias, vencía gigantes y atropellaba vestigios. Y yo con él, como escudero imprescindible en sus hazañas. Como le dije al eclesiástico inane que tuvo la osadía de llamar a mi señor Don Tonto yo deseaba ser como él, un buen señor, aunque pasara por loco o mentecato. A eso no se le puede llamar falta de ideales. Y mis ojos refulgían también cuando miraban el mundo, que se había poblado de gigantes, princesas desvalidas y desagravios que acometer. 

Fuimos huéspedes de Duques en castillos. En un caballo de madera llamado Clavileño subimos al cielo, desde donde pude ver toda la tierra no mayor que un grano de mostaza. Se me nombró finalmente gobernador de una ínsula, de nombre Barataria, y a todos asombré por mi sabiduría y buen juicio. Renuncié a su gobierno cuando comprendí que mi alma no era alma de gobernante, sino de escudero de un héroe. En Barcelona fuimos aclamados y agasajados por las gentes, justo antes de que mi señor fuera tristemente derrotado en esa ciudad por el caballero bachiller del sentido común. Ambos sabíamos que un halo de burla empañaba la mirada de los que nos celebraban y adulaban, pero lo desdeñábamos; los ojos empañados no tienen la luz necesaria para poder mirar el mundo ni valorar nuestras hazañas que, como dijo nuestro historiador, sólo pueden mover a la admiración o a la risa.

Cuando Alonso Quijano el Bueno decidió matar a Don Quijote justo antes de morirse él, sollocé, le supliqué que no lo hiciera y que nos fuéramos de pastores a buscar a nuestras Dulcineas ya desencantadas. Pero el hidalgo Alonso Quijano murió por la melancolía que le produjo su asesinato de Don Quijote.

Nuestras aventuras empezaron a ser famosas en casi todas las partes del mundo mientras nosotros andábamos por las llanuras de Castilla. Treinta mil volúmenes se imprimieron y treinta mil más estaban en camino ya en ese tiempo de nuestra cabalgadura. Hagan ustedes la cuenta de los que se han publicado desde entonces. En todos aparece la misma historia: las hazañas del ingenioso hidalgo y de su escudero Sancho Panza. Como habrán podido comprobar en ella, mi vida de escudero fue todo menos la de una persona acomodaticia y falta de ideales.

Por eso, suplico a vuesas mercedes lo siguiente: Que no sigan utilizando mi humilde nombre para definir a ese tipo de personas. Mi sesera me dice que existen nombres que se ajustan mucho más a esta definición. Como, por ejemplo, Sansón Carrasco o barbero o cura o Antonia Quijana. Seguro que entre sus contemporáneos encontrarán muchos afamados nombres con que definirlo, si no tienen a bien estas propuestas que les hago. Sancho Panza no. 

Sancho Panza se aplica al escudero fiel y converso al sueño de su señor.

Y es que resulta que algunos sueños se contagian. Aunque sólo lo hacen aquellos sueños que despiertan.

Como quién a buen árbol se arrima buena sombra le cobija, remato mi petición con las palabras que el honorable Don Miguel de Unamuno pronunció a favor de mi causa: “De todo ello hemos de concluir que Sancho vivía, sentía, obraba y esperaba bajo el encanto de un poder extraño que le dirigía y llevaba contra lo que veía y entendía, y que su vida toda fue una lenta entrega de sí mismo a ese poder de la fe quijotesca y quijotizante”.

Publicado en Revista Axis, Mayo 2004,  Sección Médicos y artistas

El alma jorobada


Mª Teresa Cañas

Jueves, seis y media de la tarde. La cita semanal con el milagro. Durante las dos próximas horas, la flecha del desprecio que se empeñó en señalar a J.B cuando nació cambiará de sentido. Apuntará hacia fuera. Durante esas dos horas milagrosas de tarde de jueves, J.B. olvida la repugnante mancha color vino que ocupa su pómulo derecho. Olvida su párpado caído y su joroba. Olvida, también, las burlas y pedradas de los niños de su infancia, el temblor vergonzante ante el rugido de su jefe en las mañanas, las palmadas compasivas que esquivan la repugnancia de los buenos vecinos. Y a su madre, convertida al rencor ante un marido que abandona y un hijo contrahecho, una letanía de llanto monocorde.

Jueves, seis y media de la tarde. Es la hora de la tertulia literaria semanal en la parroquia. En los seiscientos metros que separan su casa de la iglesia como que la mancha rojiza palidece, su figura se hace esbelta y sus dos ojos pueden mirar al fin de frente. Le esperan una veintena de viejas que, desde los rescoldos de su vida, se reúnen cada jueves para leer poesías, contar cuentos y, los días en que Doña Milagros está despierta, cantar alguna jota. El, como siempre, distinto al resto, pero aquí, en la tertulia, no lo es por su joroba, sino por todo lo contrario, por algo que intuye que esas ancianas de mirada húmeda envidian: carga a sus espaldas medio siglo menos que cualquiera de ellas. Durante las dos horas que dura la tertulia, J.B. se vuelve mordaz, ingenioso, comenta con sarcasmo los textos que ellas, vacilantes, recitan. Poesías que hablan del amor, de la muerte, del paso de los años, de la ausencia. Y él, durante este tiempo de milagro, da una chispa de humor y escepticismo a esta reunión de viejas. Intenta, sin éxito, escandalizarlas con poemas escabrosos, párrafos nihilistas y estrofas irreverentes.

Los jueves a las seis y media de la tarde, la flecha del desprecio, que se empeñó en señalar a J.B. cuando nació, cambia de sentido. Apunta hacia fuera.  Y J.B se burla en silencio de estas carcamales de labios rojos pintarrajeados y nariz de loro, peinadas, año tras año, exactamente igual los jueves en la mañana por el peluquero de la esquina. Viejas recargadas de bisutería entre la que se esconde una alianza, una cruz o un camafeo ennoblecidos por el metal y el tiempo. Se mofa de la energía rancia que exhiben en seguir viviendo.  Las desprecia con su alma jorobada. Aunque J.B sabe que, si pudiera alisar su alma, brotarían raudales de ternura y admiración hacia aquellas ancianas. Mujeres que han quedado solas en sus pisos oscuros y, con la espalda cargada con casi un siglo de esperanzas abortadas, buscan en sus estanterías de formica un poema que hable de una flor o de un amor ilusionado. Y es que J.B se ha propuesto desde siempre evitar el dolor que supondría  enderezar la joroba de su alma.

En la tertulia de los jueves, a las seis y media de la tarde, ha aparecido, en las últimas semanas, un nuevo elemento . Doña Lola, la tertuliana más acomodada de la reunión, viene acompañada de una señorita de compañía que le ayuda a subir las escaleras tras su intervención de cadera. Se trata de una joven mujer ecuatoriana, achaparrada, poco agraciada, de ojos almendrados y pelo lacio, que cada jueves se sienta en silencio a la derecha de Doña Lola. Durante toda la sesión permanece silenciosa y en tensión sentada al borde de la silla, parece que escucha atentamente las lecturas que se hacen y, cuando las viejas ríen, ella se sonríe levemente. Pero, además, J.B. se percata que los ojos almendrados de la ecuatoriana se posan insistentemente, nerviosamente, en él, y que parecen vibrar en su cuerpo cada vez que una vieja insiste en leer sobre ese tema tan manido y absurdo que se llama amor. Cuando J.B. pasa su mirada desdeñosa por el lado derecho de Doña Lola, los ojos almendrados se estremecen y miran a lo lejos. Doña Lola la ha presentado como Rosalinda, nombre ridículo, perfecto para ella, aunque J.B, como la flecha del desprecio cambia de sentido los jueves por la tarde ha decidido llamarla, sin más, la tercera muleta de Doña Lola.

En las últimas semanas J.B. ya no busca en internet textos con los que escandalizar a las pobres viejas, sino lecturas para humillarla a ella, a Rosalinda, la tercera muleta de Doña Lola. Y este jueves, su marcha hacia la iglesia parece más erguida que nunca, con la vista más al frente. Camina con una sonrisa torcida mientras que se frota las manos satisfecho. Piensa, hoy si que le va a gustar mi elección a la tercera muleta.

Y este jueves, en su cita semanal a las seis y media, J.B. pide permiso para leer un cuento. Se llama, y mientras lo dice posa por primera vez su mirada en Rosalinda, El ruiseñor y la rosa. Es un cuento de Oscar Wilde. La ecuatoriana, al notar su mirada, al conocer que el título del cuento lleva su nombre, pega un respingo en la silla, sus brazos se cubren de un temblor imperceptible y su tez cetrina enrojece. J.B. se sonríe por dentro e inicia con una voz vibrante y cálida la lectura del cuento: “Dijo ella que bailaría conmigo si le llevaba unas rosas rojas...” Lee, con emoción, sobre el llanto de un estudiante enamorado que no encuentra una rosa y sobre como un ruiseñor, admirado ante la belleza del Amor, decide encontrarsela. Para ello, solo hay un medio terrible, le dice al ruiseñor un rosal marchito: Cantar para él, con el pecho apoyado en una espina. Mientras J.B. va narrando este pasaje del cuento, le parece que la tercera muleta se está convirtiendo en ruiseñor. Continúa leyendo como el rosal marchito le dice al pájaro  “cantarás para mí durante toda la noche, y la espina te atravesará el corazón, y la sangre de tu vida correrá por mis venas, y se convertirá en sangre mía”. Y de cómo el pájaro decidió dar su vida por el Amor del estudiante. El corazón de un hombre, pensaba el ruiseñor, es mucho más importante que el corazón de un pájaro. Sigue contando J.B. como el ruiseñor apretó más y más su pecho a la espina mientras cantaba hasta que, en el último estallido de su música antes de morir, se abrió la rosa roja. Y mira J.B. a los ojos almendrados, más grandes y abiertos que nunca, antes de acabar el cuento. Con cierto aire de satisfacción, narra su final: la bella chica desprecia la rosa roja del estudiante y este la tira al arroyo, donde la aplasta un pesado carro. “¡Que tontería es el amor! –se decía el estudiante a su regreso –No es ni la mitad de útil que la Lógica, porque no puede probar nada, habla siempre de cosas que no sucederán, y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y en nuestra época todo estriba en ser práctico. Voy a volver a la Filosofía y al estudio de la Metafísica. Y ya de vuelta en su habitación sacó un gran libro polvoriento, y se puso a leer”. Mientras las ancianas aplauden, J.B. mira la lágrima disimulada de Rosalinda y, por un momento, se imagina cruzar la sala erguido, secarle sus ojos almendrados con toda la ternura que él sabe, seguro, podría transportar su dedo. Pero al acabar el aplauso se ríe y solo hace un agudo comentario sobre la inutilidad de las rosas.

Acaba la cita  semanal de los jueves a las seis y media. J.B. se levanta patizambo, con su mancha roja en la mejilla, su párpado caído y su chepa. Tras despedirse de las viejas, mirando al suelo, arrastra sus pies en el camino de vuelta de la parroquia a casa. Solo la oscuridad de la noche le protege de las miradas de desprecio o compasión que, como siempre, encuentra en aquellos (hombres, mujeres, niños, perros, ratas) con los que se cruza por la acera. Llega a casa. Con unos ojos almendrados clavados en su alma jorobada.

Publicado en Revista Axis, Julio 2004,  Sección Médicos y artistas


Ulises en España

Ulises en España

Mª Teresa Cañas

Vivía en el primer piso del número dos de Pasajes, la calleja más oscura y estrecha de todo el pueblo. Desde la ventana no podía escudriñar el cielo pero aún así era capaz, con una simple ojeada, de saber cómo venía el día y en que estación del año se encontraba. Cuarenta años de experiencia dan para mucho. Por eso, lo primero que hacía al levantarse era abrir la ventana, sacar la cabeza, mirar hacia la izquierda y fijarse en las ramas del olmo de la plaza que sobresalían al final de la calle. Observaba si se mecían o no en el aire, si escurría la escarcha o los regueros de lluvia, si tenían el verde alegre y fosforescente de la primavera o por el contrario el verde maduro del estío. O si las hojas amarilleaban y enrojecían antes que el árbol se desnudase para su sueño de invierno. Pero además, conocía bien la oscuridad de su pasaje. Sabía cuando era oscuridad de noche, cuando oscuridad de niebla. Y como esa misma oscuridad se iba clareando con la proximidad del solsticio para que un rayo de sol lograse, al fin, durante dos semanas, subir más alto que los edificios de alrededor y alumbrar, victorioso, quince minutos al mediodía, la ventana del cuarto piso del número tres de la calle Pasajes. Y era entonces cuando la inquilina de ese piso sacaba un geranio paliducho y atormentado a la ventana. Esta vecina había llegado hace casi veinte años a la calle Pasajes como una recién casada danzarina. El tiempo, las preñeces sucesivas y las borracheras del marido le habían dado una gravidez amarga, permanente, a sus pómulos y a la comisura de sus labios. Su indumentaria, cuando a las diez de la mañana salía a trabajar como dependienta en la zapatería, también le había servido a él para conocer las inclemencias y clemencias del tiempo: su abrigo de paño, el paraguas, el vestido corto y sin mangas del verano...

Pero el abuelo tenía importantes razones para estar siempre al día sobre la fecha en que se andaba. Por eso, cada Noviembre, compraba su taco calendario Myrga de pared en la papelería del pueblo. Regresaba a casa con él y lo guardaba, envuelto y todo, en el cajón de su mesilla. El día 1 de Enero, por la mañana, lo desenvolvía y procedía a reflejar en las hojas correspondientes la lista de eventos significativos: la fecha del aniversario de boda, las fechas de cumpleaños de su mujer, de su hijo y de su hija. Con los años, las fechas de cumpleaños de sus nietos. Y, sobre todo, para rodear con un rotulador naranja comprado exclusivamente para ese fin, el día 16 de Junio. Naranja como su pelo, pensaba. Y ponía el taco en la pared, retirando previamente el cartón en el que se había convertido el del año anterior. Cada noche, iría quitando la hoja correspondiente y disfrutaría con los crucigramas, chistes, consejos útiles y citas célebres con los que el calendario le agasajaba al finalizar el día.

A medida que se acercaba el mes de Junio se mostraba más inquieto. Y ese día, el día 16 de Junio, el día de su viaje a Itaca, el abuelo se levantaba temprano, miraba por la ventana y se vestía con sus mejores ropas. Quince minutos (que con los años fueron veinte) tardaba en llegar andando a la estación de autobuses para coger el que salía hacia la capital a las siete y veinte. Llegaba a su destino a las ocho y en el bar de la estación desayunaba un café con leche, cuatro churros y una porra y hacía tiempo hasta la salida a las nueve y media del autobús que le llevaría a su destino. A las diez y media aproximadamente alcanzaba por fin a divisar la playa de ese pueblecito costero donde sirvió de camarero durante un verano.

Fue allí donde conoció a Sally O´Connors, una joven irlandesa pelirroja, de tez muy clara y ojos azul primavera, algo rolliza, y con una risa que se desbordaba entera por toda su cara y todo su cuerpo. Sally, estudiante de Filología hispánica, estaba pasando el verano en España para perfeccionar su castellano. Y con ella el abuelo, entonces aún joven, vivió su última (o quizás única) historia de amor. Durante esas semanas Sally le cantó baladas irlandesas, le habló de su pueblo natal y su querido Dublín y le contó una extraña costumbre que tenían algunos universitarios dublineses: El día 16 de Junio, día que llamaban Bloomsday, se reunían para imitar las idas y venidas que había realizado un viejo judío dublinés, llamado Leopold Bloom, ese mismo día en 1904.Así, subían a una torre, paseaban por una playa, compraban jabón en una droguería, entraban en una iglesia, visitaban un cementerio, cruzaban puentes, iban de peregrinaje por determinadas calles, comían cerdo y, sobre todo, bebían cerveza en varios pubs.  Sally, azuzada por el recuerdo de su tierra, podía pasarse horas hablando, con su indescriptible acento, sobre esos lugares y ese personaje. Aunque el abuelo, entonces aún joven, no entendía muy bien todo ese asunto, se entusiasmó con ella y por ella y su risa desbordante.

El día de su partida Sally le regaló envuelto en papel naranja, como su pelo, un libro llamado Ulises donde se contaban las peripecias que Leopold Bloom pasó un 16 de Junio, del cual el abuelo no consiguió leer ni las dos primeras páginas. Prometieron ambos solemnemente que el próximo Junio se encontrarían en Dublín para imitar los pasos de Bloom. Durante los meses siguientes, mantuvieron una apasionada correspondencia en la que planeaban minuciosamente los lugares que visitarían juntos.  El abuelo, entonces aún joven, leía y contestaba las cartas mientras miraba a su sobria mujer remendar los calcetines y dar de comer a sus hijos. Cuando escribía a la irlandesa, su plan de viaje le parecía más real y con más fuerza que su vida en la calle Pasajes. Por la noche, en cambio, esos mismos planes le resultaban tan absurdos y tan tétricos que no le dejaban dormir. En Mayo, al fin, decidió escribir a la joven pelirroja una escueta nota en la que le decía que, naturalmente, sus obligaciones familiares le impedían viajar. No volvió a saber de Sally. Pero ese 16 de Junio hizo su primer viaje a Itaca. Cuando llegó al pueblo donde la había conocido, se sentó en la arena de la playa y caminó con Sally, mientras miraba al mar, por un Dublín nublado y de ensueño.

Desde entonces cada año el abuelo celebraba su particular Bloomsday en el pueblo costero. Pasaba la mañana en la playa con una Sally siempre joven y siempre risueña. Después comía unos huevos y unas salchichas con una jarra de cerveza en el chiringuito donde él fue camarero y que cambió de dueño al año siguiente. Daba un paseo por el pueblo y a las cinco de la tarde se subía de nuevo al autobús que le llevaba a la capital. Aprovechaba la hora y media de espera en esa ciudad para comprar algún regalo a su mujer y a sus nietos y un nuevo autobús, tras cuarenta minutos de viaje, le devolvía de nuevo a su hogar. Allí, volvía a disfrutar cada mañana adivinando el tiempo que se asomaba a la ventana por las ramas del olmo, la vestimenta de la vecina, la oscuridad de su calle. Y deshojando cada noche el calendario.

Cuando el abuelo murió de repente en Navidades su hijo abrió el cajón de la mesilla y encontró, junto al taco calendario Myrga del siguiente año, envuelto y todo, treinta y ocho hojas del 16 de Junio de los treinta y ocho últimos años, ribeteadas de naranja. Tras un gesto de extrañeza las tiró a la basura. Extravagancias del abuelo, pensó, y siguió escrutando el contenido del cajón de la mesilla.

Publicado en Revista Axis, Abril 2005,  Sección Médicos y artistas

El caballo que abrazó Nietzsche.

María Teresa Cañas


Turín, 3 de Enero de 1889. Un hombre de mediana edad pasea por la Plaza de Carlo Alberto. Vestido con pulcritud y discreción, sin ningún signo exterior estrafalario, hay algo en él que hace que algunos se fijen en su silueta cuando pasa. Quizás sea que anda deprisa. O que parece que va musitando algo. O que su aspecto en principio tan anodino, bien por su ancha frente, bien por su mirada - más allá de la plaza y de 1889 - recuerda a un halcón, una mirada febril de halcón libre que mira a sus congéneres enjaulados. En medio de la plaza se para de forma repentina. Observa como un cochero está golpeando sin piedad a su caballo. Se le enciende más su mirada y acercándose al cochero, le recrimina y se abraza al cuello del caballo golpeado y ahí, con la cara oculta entre las crines, llora amargamente, desconsoladamente, un llanto ahíto y sin descanso. Alguien le reconoce, dice, es el huésped extranjero de la pensión de Fino. Avisan a éste y él le convence para que vuelva de nuevo a su habitación.

Esto es lo que dicen que sucedió esa fría mañana de Turín en la que Nietzsche dejó para siempre de hablar. Tres días más tarde, un amigo acudirá a buscarle a Turín, alarmado por el contenido de sus cartas. A partir de este momento, diez años de silencio y de locura le separan de la muerte. Fue el punto final de ese genio de la expresión, de la aventura aguerrida del conocimiento sin trabas, sin concesiones, que todos conocemos. Y que hacen que sus escritos sean cita obligada en cualquier estudio sobre el hombre y su pensamiento. El gran trans-valorador de la moral, el filósofo a martillazos de la afirmación de la vida, termina su periplo llorando abrazado a un caballo maltratado. ¿Fue ese abrazo un signo de su descalabro mental – algo sin sentido, una debilidad de su cerebro reblandecido- o fue, por el contrario, la bella expresión apoteósica de su odisea intelectual?

Las opiniones varían. Su hermana, una embaucadora y falseadora de su vida y de su obra -en su ansia de disimular aquello que podría ser interpretado como un claro signo de enfermedad mental-, describió esta escena como un simple tropezón del filósofo al pasar la calle. Y no reparó en inventarse una ridícula historia sobre como Nietzche vendó por esos días con excelente premura la patita de un perro herido y como éste le dijo ¡guau! agradecido, en un intento pueril de destacar el amor de su hermano por los animales sin comprometer su lucidez. Muchos han considerado que este final enternecedor, un poco a lo Walt Disney, es una prueba ineludible de su enfermedad mental sin ningún otro significado, algo impropio y degradante para este creador de la filosofía del hombre guerrero y noble, del superhombre juguetón y desalmado. Por el contrario, para Milan Kundera este gesto con el que debutó su enfermedad indica una petición de perdón al caballo por el antropocentrismo de Descartes - el animal es sólo un autómata, una máquina viviente, “machina animata”, dijo este último filósofo.

No obstante, la escena que se produjo ese día en la plaza de Carlo Alberto no debió ser totalmente extraña para Nietsche. Uno de sus autores preferidos –Dostoievski, el psicólogo con el que mejor se entendía junto con Sthendal- la había relatado casi exacta como el sueño que tuvo Raskolnikov, el protagonista de Crimen y Castigo, antes de matar a la vieja usurera. En él, un Raskólnikov lloroso de siete años abraza y besa a una pobre yegua moribunda que es terriblemente azotada por su dueño. Si este relato se le hizo presente al filósofo cuando vio a ese caballo torturado, entonces, cabría preguntarse ¿a qué vieja usurera tenía que matar Nietzsche de una vez por todas?.

En las obras y en la vida del filósofo hay poco lugar para el afecto a los animales. Solo aparecen en sentido alegórico, como el águila –símbolo del orgullo- y la serpiente –símbolo de la inteligencia- que acompañan a Zaratustra en la soledad de la montaña. No obstante, aquél a quien consideró su gran maestro, Arthur Schopenhauer, fue un gran amante de ellos y manifestó en más de una ocasión que prefería la compañía de su perro a la de los hombres. Y el joven Nietzsche, en la obra dedicada a ese gran filósofo, Schopenhauer como educador, realizada al inicio de su andadura intelectual solitaria y arriesgada, dice: “En todas las épocas, los hombres más profundos han sentido piedad de los animales precisamente porque los animales sufren en la vida y carecen de la fuerza suficiente para volver contra ellos mismos el aguijón de su dolor y comprender su existencia entera metafísicamente; en efecto, es algo que desgarra el alma tener que contemplar ese absurdo sufrimiento”. Y realmente, según las crónicas, a Nietzsche parece que le desgarró el alma el 3 de Enero de 1889 el sufrimiento de un caballo apaleado.

Y es que da la impresión que la piedad o compasión fue el talón de Aquiles de Nietzsche, el obstáculo que debía superar. Para este filósofo el sufrimiento en el hombre, a diferencia de los animales, tiene un sentido. La disciplina del sufrimiento, del gran sufrimiento, es la que ha creado todas las elevaciones del hombre. “Criatura y creador – nos dice en Mas allá del bien y del mal- están unidos en el hombre: en el hombre hay materia, fragmento, exceso, fango, basura, sinsentido, caos; pero en el hombre hay también un creador, un escultor, dureza de martillo, dioses-espectadores y séptimo día” y la compasión, continúa diciendo, “se dirige a “la criatura en el hombre”, a aquello que tiene que ser configurado, quebrado, forjado, arrancado, quemado, abrasado, a aquello que necesariamente tiene que sufrir y que debe sufrir”. Pero aún así, aún así, en ese libro oscurantista y doctrinario en el que habló Zaratustra consideró a la compasión su último pecado, aquél contra el que el profeta debía mantenerse siempre alerta. En él cuenta como Zaratustra se encontró con el más feo de los hombres y “la compasión le acometió y se desplomó de golpe, como una encina que ha resistido durante largo tiempo a muchos leñadores, - de manera pesada, súbita, causando espanto incluso a quienes querían abatirla. Pero en seguida, volvió a levantarse del suelo y su rostro se endureció” Y éste, el más feo de los hombres que  mueve al resto de los hombres a la compasión  agradece a Zaratustra su pudor, le confiesa: “la compasión va contra el pudor. Y no querer-ayudar puede ser más noble que aquella virtud que se apresura solícita. Más entre todas las gentes pequeñas se da el nombre de virtud a eso, a la compasión -ellas no tienen respeto por la gran desgracia, por la gran fealdad, por el gran fracaso” y aconseja al profeta que se ponga en guardia a sí mismo contra la compasión “yo conozco el hacha que te derriba”, le dice. Y es que según dice en Zaratustra fue la compasión lo que mató a Dios. Así, Nietzsche advierte y se advierte del peligro que supone para su filosofía llegar a compadecerse en vez de aceptar respetuosamente el sufrimiento ajeno y la facilidad e involuntariedad que caracteriza al sentimiento de la compasión, el último pecado de Zaratustra. Por eso, no es descabellado suponer que el hacha que derribó al filósofo el 3 de Enero de 1889 fue precisamente la compasión ante un sufrimiento que no tenía ningún sentido, el sufrimiento absurdo de un caballo torturado. Pero Nietzsche, a diferencia de Zaratustra, no volvió a levantarse.

Y a mí que me parece que ese caballo que abrazó Nietzsche fue la firma que rubricó para siempre la autenticidad de su obra, el final ineludiblemente trágico de ese héroe del pensamiento que se convirtió en mito...

Publicado en Revista Axis, Agosto 2005,  Sección Médicos y artistas