miércoles, 13 de octubre de 2010

El suicidio de Lady Macbeth

El suicidio de Lady Macbeth

Mª Teresa Cañas

El médico previene a la dama subalterna –“Velad sobre ella. Alejadla de todo objeto con que puede causarse mal y no le quitéis ojo de encima”. Y al marido. Le avisa de la imposibilidad de su ciencia para sanarla –“En tales casos, el paciente debe ser su médico”.

Ella es una mujer fuerte, aguerrida, bella en su altura milenaria, bella en su pose y en el  brillo de sus ojos. Bella en su peso lacio. Es la señora del castillo. Su misión es cuidar la hacienda, vigilar a los criados, administrar las provisiones. Y esperar. Esperar a que llegue el marido de la guerra o esperar que llegue la noticia de su muerte. Matrimonio sin fruto, sin hijos, su unión se ha consolidado por la espera de ella y la noticia de las hazañas heroicas de  él. Ella le espera. Y un día, el día más hermoso y más feo –“lo hermoso es feo y lo feo es hermoso” – llega una carta de él. Lee sobre su victoria en la batalla, sobre los honores con que le agasajan y sobre una misterioso presagio de unas brujas en el páramo. Le han dicho: “Salve a ti, que serás rey”.

“Salve a ti, que serás rey”. Se ha abierto la posibilidad a lo imposible. Lady Macbeth deja de ser espera y se convierte en la cuarta bruja de la tragedia de Macbeth. Con sus ojos incendiados,  vislumbrará posibilidades nuevas – “cuan grande es el destino que te pronostican”. La espera se vuelve pasado y ahora empezará a analizar los obstáculos para que el presagio se haga realidad, la manera de eliminar esos obstáculos. El principal es, piensa, el corazón de su marido – “desconfío de tu naturaleza. Está demasiado cargada de la leche de la ternura humana para elegir el camino más corto. Te agradaría ser grande, pues no careces de ambición; pero te falta el instinto del mal, que debe secundarla. Lo que apeteces ardientemente, lo apeteces santamente”-. Ella sabe que lo que se desea ardientemente nunca puede ser santo, nunca puede ser tierno. Para satisfacer un deseo ardiente es necesario el instinto no torcido, no educado, no domesticado. Es necesario el instinto con toda su bravura. Por eso recrimina al futuro rey, su marido, la fragilidad de su deseo, la tibieza de su pasión. Le empuja a la acción. Acción que se convertirá, piensa ella, en imagen vana como los durmientes y los muertos. Se desvanecerá, como un sueño, con un poco de agua con que lavar las manos ensangrentadas. Salve a ti, que serás rey.

El marido, a instancias de la mujer, comete el crimen. Acuciado por la posibilidad que otorgan las brujas y el coraje que transmite la mujer, mata. Más la acción no se vuelve imagen vana, no se desvanecerá con un poco de agua con la que limpiar las manos, como piensa ella. Con la muerte del rey Duncan llega otra muerte, se ha asesinado también al sueño de Macbeth. Y con este asesinato del sueño, parece decir Shakespeare, se asesina todo lo que en el corazón de Macbeth había que fuera ajeno al presagio de las brujas. Con el asesinato de Duncan, con el asesinato del sueño, Macbeth se vuelve ambición hecha cuerpo, dardo certero que debe llegar al centro de la diana que pronosticaron ellas. Pero la diana que marcan las brujas tienen un sentido equívoco, su blanco se convierte a su vez en agujero negro si uno no está atento, no está al acecho. Y así Macbeth mata el sueño y se convierte en el vigilante eterno del presagio. No reinará siendo rey sino será sólo el vigilante sin sueño.

Lady Macbeth, aquella mujer que un día dejó de esperar y decidió volver posible lo imposible, esa cuarta bruja de esta tragedia, la que impelió a su marido a la acción eliminando los obstáculos de su corazón blanco, aquella que pensó que la acción sería solo una imagen vana como los durmientes y los muertos que se borraría con un poco de agua, pronto se apercibe que no es así, que Macbeth ha asesinado también el sueño y con ello la posibilidad de que su acción se volviera vana imagen. –“todo se pierde cuando nuestro deseo se realiza sin satisfacernos. ¡Vale más ser la víctima que vivir con el crimen en una alegría preñada de inquietudes”.

“Las cosas que principian con el mal, sólo se afianzan con el mal”, avisa Macbeth. Y el crimen empuja, inexorable, a otros crímenes. Para que se cumpla el presagio de las brujas, para que llegue el dardo a su centro, el marido debe afianzar un crimen con otro y éste con el siguiente. Ella, la que antes esperaba, se da cuenta que ya no puede esperar nada, porque él, llamado por su acción y el presagio de las brujas, se ha convertido en el dardo que apunta al centro de la diana. Él, al asesinar también el sueño, ha matado cualquier posibilidad, se ha quedado fijado como dardo al centro al que apuntó su acción criminal. En blanco permanente, en agujero negro permanente, se convierte una acción cuando el sueño no puede convertirla en imagen evanescente. “Tenéis necesidad de lo que condimenta toda naturaleza humana: el sueño”, advierte al marido la mujer.

Como él no puede dormir, ella se convierte en durmiente. Empieza a ser una sonámbula de sus sueños. Inmersa en éstos, ella se levanta, abre el pupitre, saca un papel, lo pliega, escribe en él, lo lee y vuelve al sueño. ¿Qué escribía, sonámbula, Lady Macbeth? Y sobre todo, lava una y otra vez sus manos, siempre queda una mancha, una mancha de sangre, siempre el hedor de la sangre en sus pequeñas manos. No ve nunca limpias sus manos, “quién hubiera imaginado que había de tener aquel viejo (Duncan) tanta sangre”. Pide a su marido, al que antes esperaba, que él también se lave y vaya a dormir a su lecho. Pero él no puede ya descansar, ha asesinado el sueño. Ella lo sabe -“lo hecho no se puede deshacer”- nunca la acción con la que quiso dejar de esperar se borrará de sus manos. Se ha hecho imposible lo posible. Decide por tanto convertirse ella misma, para siempre, en una  imagen vana, como los durmientes y los muertos. Se mata.

Seyton - “Señor, la reina ha muerto”

Macbeth - “¡Debería haber muerto un poco después! ¡Tiempo vendrá en que pueda yo oír palabras semejantes! El mañana y el mañana y el mañana avanzan en pequeños pasos, de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable; y todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino hacia el polvo de la muerte... ¡Extínguete, extínguete fugaz antorcha!... ¡La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena y después no se le oye más...; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa!”

Macbeth, convertido en dardo, llega al agujero negro, no al centro de la diana blanca. Fue una ridícula marioneta que se contorneó un rato bajo la dirección de escena de las cuatro brujas. Su cabeza pende ahora, al fin, bajo el brazo de los súbditos leales al rey Duncan.

Publicado en Revista Axis, Octubre 2005, sección Médicos y artistas

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