miércoles, 13 de octubre de 2010

El caballo que abrazó Nietzsche.

María Teresa Cañas


Turín, 3 de Enero de 1889. Un hombre de mediana edad pasea por la Plaza de Carlo Alberto. Vestido con pulcritud y discreción, sin ningún signo exterior estrafalario, hay algo en él que hace que algunos se fijen en su silueta cuando pasa. Quizás sea que anda deprisa. O que parece que va musitando algo. O que su aspecto en principio tan anodino, bien por su ancha frente, bien por su mirada - más allá de la plaza y de 1889 - recuerda a un halcón, una mirada febril de halcón libre que mira a sus congéneres enjaulados. En medio de la plaza se para de forma repentina. Observa como un cochero está golpeando sin piedad a su caballo. Se le enciende más su mirada y acercándose al cochero, le recrimina y se abraza al cuello del caballo golpeado y ahí, con la cara oculta entre las crines, llora amargamente, desconsoladamente, un llanto ahíto y sin descanso. Alguien le reconoce, dice, es el huésped extranjero de la pensión de Fino. Avisan a éste y él le convence para que vuelva de nuevo a su habitación.

Esto es lo que dicen que sucedió esa fría mañana de Turín en la que Nietzsche dejó para siempre de hablar. Tres días más tarde, un amigo acudirá a buscarle a Turín, alarmado por el contenido de sus cartas. A partir de este momento, diez años de silencio y de locura le separan de la muerte. Fue el punto final de ese genio de la expresión, de la aventura aguerrida del conocimiento sin trabas, sin concesiones, que todos conocemos. Y que hacen que sus escritos sean cita obligada en cualquier estudio sobre el hombre y su pensamiento. El gran trans-valorador de la moral, el filósofo a martillazos de la afirmación de la vida, termina su periplo llorando abrazado a un caballo maltratado. ¿Fue ese abrazo un signo de su descalabro mental – algo sin sentido, una debilidad de su cerebro reblandecido- o fue, por el contrario, la bella expresión apoteósica de su odisea intelectual?

Las opiniones varían. Su hermana, una embaucadora y falseadora de su vida y de su obra -en su ansia de disimular aquello que podría ser interpretado como un claro signo de enfermedad mental-, describió esta escena como un simple tropezón del filósofo al pasar la calle. Y no reparó en inventarse una ridícula historia sobre como Nietzche vendó por esos días con excelente premura la patita de un perro herido y como éste le dijo ¡guau! agradecido, en un intento pueril de destacar el amor de su hermano por los animales sin comprometer su lucidez. Muchos han considerado que este final enternecedor, un poco a lo Walt Disney, es una prueba ineludible de su enfermedad mental sin ningún otro significado, algo impropio y degradante para este creador de la filosofía del hombre guerrero y noble, del superhombre juguetón y desalmado. Por el contrario, para Milan Kundera este gesto con el que debutó su enfermedad indica una petición de perdón al caballo por el antropocentrismo de Descartes - el animal es sólo un autómata, una máquina viviente, “machina animata”, dijo este último filósofo.

No obstante, la escena que se produjo ese día en la plaza de Carlo Alberto no debió ser totalmente extraña para Nietsche. Uno de sus autores preferidos –Dostoievski, el psicólogo con el que mejor se entendía junto con Sthendal- la había relatado casi exacta como el sueño que tuvo Raskolnikov, el protagonista de Crimen y Castigo, antes de matar a la vieja usurera. En él, un Raskólnikov lloroso de siete años abraza y besa a una pobre yegua moribunda que es terriblemente azotada por su dueño. Si este relato se le hizo presente al filósofo cuando vio a ese caballo torturado, entonces, cabría preguntarse ¿a qué vieja usurera tenía que matar Nietzsche de una vez por todas?.

En las obras y en la vida del filósofo hay poco lugar para el afecto a los animales. Solo aparecen en sentido alegórico, como el águila –símbolo del orgullo- y la serpiente –símbolo de la inteligencia- que acompañan a Zaratustra en la soledad de la montaña. No obstante, aquél a quien consideró su gran maestro, Arthur Schopenhauer, fue un gran amante de ellos y manifestó en más de una ocasión que prefería la compañía de su perro a la de los hombres. Y el joven Nietzsche, en la obra dedicada a ese gran filósofo, Schopenhauer como educador, realizada al inicio de su andadura intelectual solitaria y arriesgada, dice: “En todas las épocas, los hombres más profundos han sentido piedad de los animales precisamente porque los animales sufren en la vida y carecen de la fuerza suficiente para volver contra ellos mismos el aguijón de su dolor y comprender su existencia entera metafísicamente; en efecto, es algo que desgarra el alma tener que contemplar ese absurdo sufrimiento”. Y realmente, según las crónicas, a Nietzsche parece que le desgarró el alma el 3 de Enero de 1889 el sufrimiento de un caballo apaleado.

Y es que da la impresión que la piedad o compasión fue el talón de Aquiles de Nietzsche, el obstáculo que debía superar. Para este filósofo el sufrimiento en el hombre, a diferencia de los animales, tiene un sentido. La disciplina del sufrimiento, del gran sufrimiento, es la que ha creado todas las elevaciones del hombre. “Criatura y creador – nos dice en Mas allá del bien y del mal- están unidos en el hombre: en el hombre hay materia, fragmento, exceso, fango, basura, sinsentido, caos; pero en el hombre hay también un creador, un escultor, dureza de martillo, dioses-espectadores y séptimo día” y la compasión, continúa diciendo, “se dirige a “la criatura en el hombre”, a aquello que tiene que ser configurado, quebrado, forjado, arrancado, quemado, abrasado, a aquello que necesariamente tiene que sufrir y que debe sufrir”. Pero aún así, aún así, en ese libro oscurantista y doctrinario en el que habló Zaratustra consideró a la compasión su último pecado, aquél contra el que el profeta debía mantenerse siempre alerta. En él cuenta como Zaratustra se encontró con el más feo de los hombres y “la compasión le acometió y se desplomó de golpe, como una encina que ha resistido durante largo tiempo a muchos leñadores, - de manera pesada, súbita, causando espanto incluso a quienes querían abatirla. Pero en seguida, volvió a levantarse del suelo y su rostro se endureció” Y éste, el más feo de los hombres que  mueve al resto de los hombres a la compasión  agradece a Zaratustra su pudor, le confiesa: “la compasión va contra el pudor. Y no querer-ayudar puede ser más noble que aquella virtud que se apresura solícita. Más entre todas las gentes pequeñas se da el nombre de virtud a eso, a la compasión -ellas no tienen respeto por la gran desgracia, por la gran fealdad, por el gran fracaso” y aconseja al profeta que se ponga en guardia a sí mismo contra la compasión “yo conozco el hacha que te derriba”, le dice. Y es que según dice en Zaratustra fue la compasión lo que mató a Dios. Así, Nietzsche advierte y se advierte del peligro que supone para su filosofía llegar a compadecerse en vez de aceptar respetuosamente el sufrimiento ajeno y la facilidad e involuntariedad que caracteriza al sentimiento de la compasión, el último pecado de Zaratustra. Por eso, no es descabellado suponer que el hacha que derribó al filósofo el 3 de Enero de 1889 fue precisamente la compasión ante un sufrimiento que no tenía ningún sentido, el sufrimiento absurdo de un caballo torturado. Pero Nietzsche, a diferencia de Zaratustra, no volvió a levantarse.

Y a mí que me parece que ese caballo que abrazó Nietzsche fue la firma que rubricó para siempre la autenticidad de su obra, el final ineludiblemente trágico de ese héroe del pensamiento que se convirtió en mito...

Publicado en Revista Axis, Agosto 2005,  Sección Médicos y artistas

1 comentario:

  1. Algo pasa en el interior de algunas personas cuando se ve el maltrato animal por seres supuestamente humanos. Algo a veces muy fuerte que llega hasta las lágrimas.

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