miércoles, 13 de octubre de 2010

Los “panic attacks” de Miguel de Unamuno



Mª Teresa Cañas


Ahora es más fácil. Puede que una noche sientas de repente un temor incontrolable, Dios sabe a qué, se te empape de sudor hasta las cejas, tiembles como una hoja de papel, el corazón se desboque, te quedes sin aliento, creas que te vas a desmayar o notas que te duele el pecho - el dolor se refleja sospechosamente en el brazo izquierdo lo que bien sabes que pasa en los infartos; te parece, de repente, que tu cuerpo se ha empeñado en actuar como si estuvieras, por ejemplo, en plena selva con un tigre hambriento a cinco metros, cuando en realidad te encuentras en la conocida penumbra de tu habitación y es como para volverse loco, piensas que te has vuelto loco o que te vas a morir o que te vas a poner a gritar como un salvaje o como un poseso. Pues aún así, ahora es más fácil. Sabes lo que hay que hacer: Avisar al 112. Vendrán los sanitarios como si cazadores de tigres se tratasen, te aconsejarán respirar despacio, te pondrán una pastilla debajo de la lengua y una bolsa de plástico alrededor de la boca y te dirán que te tranquilices y respires despacio. Te llevarán en una ambulancia atronadora e irás notando como poco a poco la pastilla va consiguiendo que se difumine el tigre y también la selva. En Urgencias, te harán análisis y un electrocardiograma y al poco rato –o después de un rato prolongado- vendrá el médico y te dirá que no tienes nada, o más bien, que tienes nervios, que has pasado una crisis de ansiedad y que si eso se repite deberías ir a un psiquiatra. Te quedarás con una sensación un poco rara, una mezcla de alivio y una cierta inseguridad hacia cómo un demonio loco se te pudo meter en el cuerpo. Al final, si te vuelve a pasar o te parece que puede volverte a pasar en los lugares más insospechados, en plena calle o en el supermercado, decidirás hacer caso y pedir consulta en Salud Mental. Allí, te explicarán lo que te ha pasado, depende de quién te dirá que es un problema de sustancias cerebrales o de conflictos inconscientes o de asociación de pensamientos e independientemente de la explicación, te tranquilizará. Te darás cuenta que no es nada raro, que esa persona trata a muchas otras que le pasa lo mismo y, casi seguro, te recetará unas pastillas que en pocos días serán un eficaz antídoto contra tigres imprevistos. Y si no fuera así, habrá un profesional que insistirá en buscar las armas adecuadas para combatir ese demonio que se te metió una noche.

Por eso, ahora es más fácil. Pero no siempre fue así. Sin ir más lejos, hace un siglo no era así. Y tenemos un testimonio importante sobre ello, uno de los escritores españoles más importantes del siglo XX, filósofo, novelista, dramaturgo, articulista, un hombre que estuvo siempre en el vértice de la actualidad española: Don Miguel de Unamuno. Y ese hombre reflejó su angustia y sus crisis en cada una de sus obras, actualmente traducidas en casi todos los idiomas, y la convirtió en su inspiración creadora y en el sistema de alerta de su autenticidad.  Es por eso por lo que no está mal saber también que no siempre tiene que ser así.

Don Miguel debió sufrir crisis de angustia desde muy joven. En su primera novela, Paz en la guerra, novela que publicó en1896 y tardó diez años en escribir, ya describe las crisis de angustia que sufre Pachico, un personaje de la novela con gran carga autobiográfica. Así, nos cuenta como ciertas “reflexiones le llevaban en la oscuridad solitaria de la noche a la emoción de la muerte, emoción viva que le hacía temblar a la idea del momento, en que le cogiera el sueño, aplanado ante el pensamiento de que un día habría que dormirse para no despertar. Era un terror loco a la nada, a hallarse sólo en el tiempo vacío, terror loco que sacudiéndole el corazón en palpitaciones, le hacía soñar que, falto de aire, ahogado, caía continuamente y sin descanso en el vacío eterno, con terrible caída. Aterrábale menos que la nada el infierno, que era en él representación muerta y fría, mas representación de vida al fin y al cabo”.

Pero la gran crisis de angustia de Miguel de Unamuno, aquella a la que le han dado vueltas y más vueltas los estudiosos ocurrió en la noche del 21 o22 de Marzo de 1897. Aquella noche de Marzo, Don Miguel sufría insomnio... Daba vueltas en la cama, como otras tantas noches, con desasosiego. De pronto, sintió que el corazón le fallaba, tuvo de forma repentina conciencia del vacío de la nada, sintió la angustia, la congoja de la muerte, la sensación y el dolor del angor pectoris y un llanto incontenible le desbordó los ojos y el corazón. Su mujer, Doña Concha, asustada, le abrazó, acarició y le preguntó: “¿Qué tienes, hijo mío?”, expresión que llevaría siempre Don Miguel consigo como la muestra fehaciente de que el verdadero amor marital es en esencia maternal.

Por ese entonces aún no había 112. Miguel se levantó de la cama y salió por las calles de la ciudad dormida en la madrugada camino del convento de los dominicos con la consiguiente sorpresa del hermano portero que se encontró, a aquellas horas, a un catedrático aporreando la puerta. En su casa no sabían donde estaba y durante tres días faltó a sus clases en la Universidad, encerrado en una celda del convento de San Esteban rezando de cara a la pared y buscando desesperadamente  la forma de reencontrarse con la fe de su infancia. Después volvió a casa y empezó a escribir su Diario intimo, en el que refleja su desgarradora angustia,  su congoja, su soledad y, sobre todo, su búsqueda de la fe perdida. En él aparecen el relato de la crisis de angustia, el miedo a volverse loco, ideas de suicidio y una crítica feroz a su intelectualismo previo que le había hecho desdeñar lo misterioso (o religioso) que había dentro de él. Así, esta crisis de angustia derivó o se creó o formó parte –vete tú a saber – de una crisis religiosa. Crisis religiosa que no se resolvió nunca o se resolvió a la manera unamuniana, quedó en tablas, con esa agonía (angustia, congoja) permanente entre la razón y la fe. Agonía, lucha, que Unamuno interpretó como algo positivo y le llevó a decir cosas como “no quiero buscar mi paz interior en armonías, concordancias y compromisos que llevan a la estabilidad inerte, no quiero que firmen paz mi corazón y mi cabeza, sino que luchen entre sí, lealmente, pero con vigor. Soy y quiero seguir siendo un espíritu antinómico, dualista...”.

Don Miguel tuvo a lo largo de su vida en más ocasiones crisis de angustia, crisis que se complicaron a veces con síntomas agorafóbicos leves, frecuentes ideas de suicido y temores de volverse loco. Y muchas veces él pensó que estaba enfermo. Tanto es así, que tradujo a un amigo médico un libro de Mackenzie en el que se hablaba de una misteriosa Enfermedad X consistente en una serie de síntomas morbosos como sensación de malestar, general hipersensibilidad al frío, dispepsia, trastornos intestinales, respiratorios y cardiacos, de origen desconocido, y  llegó a pensar seriamente que él la padecía. Debió sufrir mucho con ellas y por ellas llegó a la conclusión  de que “el dolor es el camino de la conciencia, y es por él como los seres vivos llegan a tener conciencia de sí”.

Por eso te digo que ahora es mucho más fácil. No sé que hubiera pasado con Miguel de Unamuno si hubiera vivido ahora. Si habría aceptado o solicitado un tratamiento psiquiátrico para curar su angustia y si su obra y su pensamiento se hubieran modificado ante la probable mejoría de su trastorno. Pero está claro que gran parte de su obra y de su vida están cimentadas en esta angustia. Por tanto, te remito, sin más, a lo que él nos dice en un párrafo de ese libro suyo que tanto me gusta, su Vida de Don Quijote y Sancho:

“No sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos”, digo con Don Quijote. Y Don Quijote tuvo que decirlo en uno de esos momentos en que sacude el alma el soplo del aletazo del ángel del misterio; en un momento de angustia. Porque hay veces que, sin saber cómo y de dónde, nos sobrecoge de pronto, o al menos sin esperarlo, atrapándonos desprevenido y en descuido, el sentimiento de nuestra mortalidad. Cuanto más entonado me encuentro en el tráfago de los cuidados y menesteres de la vida, estando distraído en una fiesta o en agradable charla, de repente parece como si la muerte aleteara sobre mí. No la muerte sino algo peor, una sensación de anonadamiento, una suprema angustia. Y esta angustia, arrancándonos del conocimiento aparencial, nos lleva de golpe y porrazo al conocimiento sustancial de las cosas... A fuerza de ese supremo trabajo de congoja conquistarás la verdad, que no es, no, el reflejo del universo en la mente, sino su asiento en el corazón. La congoja del espíritu es la puerta de la verdad sustancial”

Publicado en Revista Axis, Junio 2005,  Sección Médicos y artistas

El peligro de leer a Poe



 Mª Teresa Cañas

Conocí al profesor Marfa una mañana de invierno en el parque, en Campo Grande. Mi perro, cuyo carácter resultaba de una extroversión apabullante siempre que de hembras de su especie se tratase, olió a su perra, una melosa cocker spaniel. Pronto hicieron buenas migas, él husmeándole continuamente el trasero y ella haciéndose la difícil pero insinuándose sin cesar en un juego erótico perruno de primera magnitud y no exento de elegancia. Mi perro pronto se enamoró de ella, así que separarle de su lado y, por ende, separarme yo del lado de su dueño, el profesor Marfa, empezó a ser una complicada tarea en la que había que derrochar una buena dosis de imaginación y algo de fuerza bruta. Tantos incidentes hicieron que pronto el antiguo profesor y yo entabláramos conversación. Empezamos hablando de los perros, su lealtad, sus gracias, lo que les gustaba para comer, donde dormían, si se subían o no a los sillones, qué pelotas les gustaban y qué mimos, lo desobedientes que eran, lo limpios, lo afectuosos, cariñosos y fieles, lo malo que es para ellos el chocolate, como educarles los esfínteres, la humanidad perruna y lo perros que somos los humanos…. En fin, esas conversaciones que se tienen habitualmente cuando uno saca a pasear al perro y tu perro hace buenas migas con otro perro que también está paseando con su amo. Pero a la tercera mañana que mi perro se encontró con la perra, su dueño, el ex profesor Marfa, tras las frases habituales de cortesía, me preguntó cual era la causa de que un joven como yo se pasara las mañanas en el parque con su perro en vez de ir a trabajar. No tuve más remedio que confesarle lo que desde hace más de dos años era mi triste realidad: me había convertido en un opositor. Me miró el ex profesor con una mirada en la que se apreciaba un punto de ironía y otro de vivacidad que me recordaba un poco la mirada de su perra cuando vacilaba a Terri, se sonrió y murmuró: “Ah, yo también fui opositor una vez…” Y fue entonces cuando me contó su historia, el relato con el que me perdió:

“Estudié Literatura Inglesa en Madrid con un expediente excelente. Pronto empecé a formar parte del Departamento de la facultad y me convertí en una persona muy apreciada por el jefe, un catedrático despistado y bonachón que presumía ser uno de los españoles que mejor conocían a Shakespeare. Tanto, que me invitó a su casa en alguna ocasión y me presentó a su mujer, una madurita alegre con la que congenie demasiado y a la que entretenía, ya imaginas cómo, mientras su marido se repasaba de nuevo Otelo. Pronto el jefe me propuso opositar para una cátedra en la que él sería el presidente del tribunal y los demás miembros personas que se dejarían llevar por su opinión, muy respetada en el ámbito universitario. Acepté y me preparé la lección magistral. Pero el grave error fue que elegí como tema a Edgar Allan Poe, al que no sé si habrás leído, pero cuyos relatos, además de inspirar terror, hablan de la tendencia que tenemos los seres humanos, o al menos alguno de ellos, a arruinarnos la vida. Así que leí a fondo sus relatos, sus poemas, conocí su biografía atroz, los ensayos sobre él y realmente preparé una verdadera lección magistral. Pero el día anterior a su lectura, empecé a darle vueltas y más vueltas a uno de sus cuentos, El demonio de la perversidad, en el que el protagonista no puede evitar confesar que ha cometido un crimen y lo confiesa sólo por “perversidad”, o sea, por una tendencia innata, un impuso primitivo y radical que le empuja irresistiblemente a efectuar algo que sabe con seguridad que es una equivocación o un error, a realizar alguna acción por la única razón de que no debería hacerla. Había algo que me intrigaba en ese relato. No dormí nada y con esos pensamientos enmarañados fui a examinarme; mi actuación fue excelente, aún teniendo claro desde el principio que el puesto era para mí, creo que la lección impresionó a todos… casi hasta el final. Porque entonces, para acabar, se me ocurrió hacer una broma un poco tonta en la que sacaba a colación mis conocimientos sobre los encantos más íntimos de la mujer del presidente del tribunal y admirado bienhechor mío. No pude luchar contra el demonio de la perversidad que Poe me había introducido en el cuerpo y la broma me salió tan hilada que sospecho que sin enterarme la había preparado yo mismo durante al menos la noche anterior al examen. El tribunal me suspendió “por aseveraciones infundadas y  falta de rigor y concisión”, dejando la plaza desierta ya que yo fui el único que me presenté. Por supuesto, no volví a entrar en el departamento, mis trabajos literarios fueron despreciados, mi novia me dejó y después de ello trabajé como profesor de literatura en un instituto hasta mi jubilación. Mi familia me rogó que fuera al psiquiatra quien me explicó que en realidad fue una manera de castigarme por mi relación con la mujer del catedrático. Estaba imitando, me dijo, al personaje de Poe que se delató a causa de la culpabilidad que sentía por haber cometido el crimen. Por eso, es preferible, si uno tiene algo que ocultar que no lea a Poe”

Obviamente, no era mi caso ya que mis oposiciones eran multitudinarias y desconocía al presidente del tribunal si lo había, y cómo no, a su mujer, en el caso de que la tuviese. Tampoco había matado a nadie. Además mi vida se había vuelto tan rutinaria y aburrida en los dos últimos años que había terminado haciéndose transparente. Por eso, no dudé en comprarme las obras de Poe y esa misma noche leí El demonio de la perversidad y algún otro cuento más. Para mi desgracia fue entonces, demasiado tarde, cuando me di  cuenta que bien el viejo profesor o bien su psiquiatra se habían equivocado. Lo que contagiaba del cuento de Poe no era necesariamente la necesidad de delatarse después de cometer una mala acción, no, había algo mucho más excitante que eso. Era, me pareció, la posibilidad de sacarle la lengua a lo conveniente, lo útil, lo lógico, lo acertado, lo práctico, lo razonable, y percatarse de la posibilidad que hay de realizar conscientemente alguna acción totalmente absurda, totalmente degradante para uno mismo y sin sentido. Al día siguiente, desasosegado, me acerqué con mi perro al parque a la hora acostumbrado y sin prolegómenos le comenté a Marfa mi opinión sobre el cuento. Esperaba que el viejo me demostrase que mis pensamientos de la noche estaban equivocados. Pero el profesor me miró con una mirada en la que se apreciaba un punto de ironía y otro de vivacidad que me recordó de nuevo la mirada de su perra cuando vacilaba a Terri, se sonrió, me dio una palmada en el hombro y se fue deseándome suerte.

No volví a ver al viejo profesor ni a su perra aunque durante muchas mañanas paseé por Campo Grande con el corazón en un puño. Tampoco volví a estudiar; estaba absolutamente convencido que el día del examen saldría a relucir el espíritu de la perversidad que dominó al personaje del cuento y al profesor Marfa y me llevaría al desastre. Por supuesto, tampoco volví a abrir el libro de Poe, por miedo, no quiero ni pensarlo, a que ese demonio pudiera inmiscuirse en alguna otra faceta de mi existencia. Es peligroso leer a Poe. Ahora trabajo de mancebo en esta farmacia, una vez descartadas las oposiciones. Y ya no tengo perro.


Publicado en la Revista Axis, Sección Médicos y artistas, Abril 2006 

Las enseñanzas de Hans Cristian Andersen



Teresa Cañas

Fue una suerte tener entonces un maestro como Hans. Llegó a nuestra vida a esa edad en que se descubre el lenguaje de los semáforos. Resultaba fácil: el redondel rojo significaba peligro, el naranja cuidado, el verde paso libre –pero siempre mirando, siempre con cuidado, eso era lo que recordábamos con la voz de nuestra madre cada vez que nos aventurábamos a cruzar la calle. Fue en esa época cuando aprendimos un montón de cosas útiles para nuestra vida en sociedad y para nosotros mismos: aprendimos cuáles son los alimentos que deben comerse con cubiertos, lo inoportuno que es hablar con  la boca llena, la obligación soñolienta que hay de rezar al niño Jesús al acostarnos y la existencia de letras que si se colocan de cierta manera se convierten en palabras que indican cosas. Fue también entonces cuando comenzó a parecernos que la vida estaba ligeramente algo menos iluminada con ese rayo de sol en el que había partículas de oro suspendido y empezamos a sospechar que los reyes magos podían ser gordos y estar calvos. Pues bien, fue justamente en ese momento cuando llegó el maestro Hans y nos descubrió que por detrás de la tarima, en los camerinos, existen muchas cosas que no se pueden conocer –ni oler ni gustar ni tocar- si no nos ayudan las palabras. Así que abandonando a un rey Baltasar con el colesterol alto nos metimos debajo de la mesa con nuestro maestro, un libro inmenso apoyado en el regazo y sin decir nada, en silencio, Hans empezó a hablar y absorbimos lo otro, aquello que haría una amalgama con lo de los semáforos y los cubiertos y el niño Jesús y los simulacros de reyes magos y pasaría a formar parte del argumento con el que trataríamos a partir de entonces con nuestra propia vida.

Por eso ya va siendo hora que hagamos un homenaje a nuestro maestro Hans. Más en esta ocasión tenemos que hacerlo nosotros mismos, aquellos que fuimos niños que nos metimos debajo de una mesa con él y le escuchamos mientras hablaba sin voz. No dejaremos que nos pase como con tantos otros que las ganancias económicas han adulterado, les han hecho fiestas por todo lo alto y han vendido los boletos y después fue como si nos los hubieran desfondado, corrompido, a ellos, a nuestros compañeros, a nuestro querido Don Quijote, a nuestro amado Mozart, vestidos de carnaval y con la careta puesta, convertidos en fantoches indistinguibles de aquellos con los que habíamos convivido, de nuestros amigos. Así que ahora, antes de que a alguien se le ocurra festejar a bombo y platillo el 201 centenario de su nacimiento o el 131 de su muerte, vamos a volver a meternos debajo de la mesa y a recordar, con un texto nuevo con menos colores y mejor presencia, lo que entonces nuestro viejo maestro Hans Cristian Andersen nos enseñó.

Abro el volumen y busco en el índice, cómo no, El patito feo: página 279, “El campo estaba precioso. Era verano...”. Sigo leyendo y cuando llego a la frase en que el patito, ya convertido en cisne, es rodeado por los otros cisnes y acariciado con el pico, por un momento vivo la misma alegría –y ¡oh, prodigio!, con el mismo cuerpo- que sentía entonces, cuando Hans nos decía esa frase para demostrarnos como un pato feo puede ser un cisne bello con solo cambiar de ambiente o dejar que pase el tiempo. No hay cuento que ayude a estar alegre tanto como este. Pasados los años, no podemos dejar de pensar qué razón tenía el viejo Hans al prevenirnos de que no mirásemos a los patos con ojos de ave de corral, cuidado con la mirada de gallo o de gallina, nos advirtió.

Y para dejar claro este asunto no hay más que ir a la página 148, al cuento suyo que prefiero, El traje nuevo del emperador. Pero resulta -me percato-  que este cuento se ha transformado dentro de mí durante este tiempo y el emperador se ha travestido y se ha convertido en emperatriz, emperatriz que curiosamente ha pasado a llamarse Ciencia, una emperatriz desnuda que habíamos imaginado ataviada de elegantes ropajes. Para saber como ha sucedido esa transformación del emperador en mi interior no tendría más remedio que salir de debajo de la mesa y dejar a un lado las enseñanzas de Hans, por lo que continuo revoloteando con la mirada por el índice del libro y lo abro en la página 130.

Allí está La sirenita, símbolo de Copenhague. Al igual que entonces, arrugo la nariz. Nunca me gustó ese cuento de una sirenita esforzada y valiente que por amor perdió su cola de pez y su palacio en el fondo del mar, una sirenita que por estar con un príncipe gandul y apático sufrió dolores tremendos en sus escamas convertidas en pies. Una sirenita bellísima que por ser sirena en vez de humana tenía que trabajarse su propia inmortalidad... No, pasaré de largo por este cuento de una equidad poco andersiana.

Así que, por fin, me decido: página 295, La reina de las nieves. Gerda buscando al pequeño Kay. Gerda escuchando las historias de las flores, interpretando el lenguaje de los cuervos, conviviendo con malvados bandoleros, viajando a los lomos de un reno hasta el fin del mundo, ahí donde está el pequeño Kay, en la morada helada de la reina de las nieves, un Kay insensible y gélido por un trozo de cristal helado que se le ha metido en el ojo y en el corazón. Y las cálidas lágrimas de Gerda derritiendo su hielo. Volvieron a casa, nos cuenta el maestro, y “allí se sentaron dos adultos que al mismo tiempo eran niños, niños en su corazón. Y era verano, un verano cálido y esplendoroso”. Así acaba este cuento en el que Hans relata como se va creciendo.

Y después, empiezo a picotear como un cisne andersiano por otros pequeños cuentos desconocidos para mí que aparecen en este volumen. Sigue el viejo Hans queriendo enseñarnos cosas: He aprendido, por ejemplo, como distinguir una princesa verdadera de una falsa con un guisante colocado debajo del colchón. Y también que hay un “niño malo” llamado Amor, un niño que no respeta nada, un niño que puede clavar sus flechas a cualquiera, hasta a ancianos bondadosos y poetas, como pasa en su cuento que se llama justo así, Niño malo.

Con esta advertencia, abandono el tablero de la mesa que nos sirvió entonces de cobijo improvisado, salgo a la calle y cruzo la carretera con el semáforo en verde, no sin antes mirar con precaución, como nos enseñó nuestra madre, hacia ambos lados.


Publicado en Revista Axis, Sección Médicos y artistas, Junio 2006


Una esquina del cuarto de Jacob

 

Teresa Cañas
 

A Cristina Gil-Díez,
anfitriona y amiga
 
Ella se despierta. Aunque quizá no debiera decir que es ella la que se despierta sino sólo se despierta, y así dejar constancia de que ese despertarse fue algo previo a ser ella y que hay un momento en que es ese despertarse exactamente igual al de cualquier ser vivo que deja de dormir, indiferente a uno: es la misma suave tensión de músculos de un guepardo al estirarse tras su sueño o idéntico al trémulo aleteo de una mariposa cuando abandona su quietud de reposo. Se despierta (ella) y puede acompañarse de una sensación de bienestar despertarse, aunque aún no sepa que empieza la vigilia y todavía esté rondando su cabeza por las nebulosas del ensueño de esa noche. Y tras un momento - un momento que no se puede decir si es infinitamente largo o un ínfimo instante (esta propiedad atemporal tiene el despertarse sin saber aun quién es la que se despierta)-, recuerda: es ella, Emma, está en su casa, en su cama, tiene veinticuatro años y lo mejor de todo, hoy es domingo y no tiene que ir a trabajar. Esta última aseveración, la orientación en el tiempo, es fin de semana –finde, como ella dice- hace que no pese esa especie de bola de acero que lleva atada últimamente al tobillo izquierdo, una bola pesada con la que se levanta cada mañana temprano para ir a la fábrica de empaquetar galletas y que no le abandona hasta que sale por la tarde del trabajo, camino a casa o a la sala de fiestas o a la heladería.
 
Así que Emma se levanta de un salto, hoy es domingo. Sube la persiana y abre la ventana. Un gorrión está armando una trifulca en la rama más alta del único árbol de la plaza, allí, a la izquierda. Es una lógica consecuencia de la primavera y del sol que se desparrama en estallidos de luz por los tejados de las casas, las aceras grises, los balcones y ahora por el suelo de loseta de la habitación de Emma, un suelo consistente en cuadraditos color teja. Abajo, en la plaza, ya está Don Segundo sentado en el banco con su traje de chaqueta de franela gris y el bastón apoyado en el borde del asiento, a su vera. Don Segundo, erguido, mira al frente, a la puerta de la iglesia, y hoy el ambiente de la plaza ha cambiado respecto al resto de los días de la semana. Mujeres vestidas no solo de negro sino también de colores atrevidos, chillones, alegres, se acercan a la iglesia. Mujeres con los labios embadurnados de escarlata, mujeres risueñas que llevan a sus niños pequeños con ella y les enseñan que en la Iglesia uno debe portarse bien, no puedes, Carlitos, sentarte en el suelo ni ponerte a corretear si ves a la tía Remedios ni cantar sin ton ni son las canciones de la escuela. Y estas jóvenes madres, piensa Don Segundo, son tan bonitas y tan alegres, tienen ropa tan vistosa y unas piernas tan bien formadas, que él, que siempre ha sido ateo, agradece con todo su corazón que haya misas de domingo a las que deban ir esas mujeres conservadoras de las tradiciones y aficiones, siempre tan elegantes, siempre tan pulcras, siempre tan amables y discretas.
 
Emma trabaja, ya sabemos, en una fabrica de empaquetar galletas. Y las trabajadoras de estas fabricas no pertenecen a este grupo de mujeres de misa de domingo que viven al oeste, en la urbanización de chalets con jardines rodeados de setos en los que se oye ladrar a los perros en invierno y en verano chapotear a los niños en el agua de la piscina y algunas noches, también en el estío, risas de adultos y chisporroteo de barbacoas que impregnan el espacio con aroma a chuleta o a sardina. No, Emma no pertenece a este grupo, aunque hay que reconocer que unos años antes, cuando empezaba a despuntar su feminidad en pecho erguido, en hombros cabizbajos, en zapatos de tacón, en rimmel en las pestañas, ella y dos amigas, también mujercitas incipientes, se acercaban a esas casas, miraban entre los setos y buscaban al joven de coche deportivo rojo que una vez les saludó al pasar... Ahora, Emma, que trabaja en una fábrica de empaquetar galletas y que lleva una bola de acero atada al tobillo izquierdo, desprecia a esas mujeres de medias de seda cargadas de hijos y de colorete, sonrientes y falsas, ricas, inauténticas y bellas. Así que Emma desde la ventana de su casa de barrio -enfrente de la Iglesia- las dedica una mirada despectiva - ¿despectiva? ¿seguro, Emma? -, y como para querer olvidarlas pone la radio a todo volumen y así cierra sus sentidos también al gorgojeo de los pájaros en primavera. Y Don Segundo erguido en el único banco de la plaza de la Iglesia sigue mirando detenidamente a cada joven madre que se acerca, primorosamente vestida, a la misa dominical de las doce, aunque si no fuera porque es un poco duro de oído le molestaría enormemente la música rabiosa que sale a esas horas disparada desde el cuarto de Emma.
 
Antes de que finalice la misa Emma abandona su casa ceñida en pantalón vaquero, enfundada en su chaqueta rockera de cuero y con su piercing en el labio superior. Un libro en la mano. Se sienta en el banco de la plaza, el mismo que ocupa Don Segundo cada día en la mañana y que los domingos comparte a la hora de la misa con esa muchachita hosca y desaliñada.  Nunca le ha gustado al anciano esa tendencia de las jóvenes modernas de vestir como varones, ocultando las piernas, difuminando las curvas, sin gracia ni coquetería... aunque la coquetería y la frivolidad fueron furiosamente ridiculizadas en sus concepciones juveniles de lo humano, su cosmovisión de los sexos, su idea del progreso y de la revolución. Como en tantas otras cosas, la batalla permanente, la discordancia continua entre las opiniones de su corazón y su cabeza, ambos, ahora, a su edad, aplacados, pasotas. Casi muertos de viejo ambos contendientes. Por eso Don Segundo, que solo le interesa ya lo bello –aunque sea sin sustancia-, ignora a la chica con la que comparte el banco,  y ni siquiera intenta adivinar el título del libro que ella ha abierto. No obstante, dada su incipiente ceguera -producto de los años y de sus prolongadas lecturas clandestinas sobre política en la mocedad y en la madurez- y dado el tamaño de las letras del título no hubiera podido adivinar nunca que se trataba de El cuarto de Jacob, un libro de Virginia Woolf. ¿Conoce Don Segundo quien fue Virginia Woolf? Todo un misterio señala, sin lugar a dudas, esta pregunta.
 
Acaba la ceremonia religiosa. Las feligresas con sus niños salen de la Iglesia. - Carlitos, no corras, cuidado con los coches ¿quieres venir de una vez?-. Don Segundo, con un semblante ligeramente alelado, las mira por detrás mientras marchan. Emma también sigue con los ojos a estas mujeres, especialmente a las que se acercan a la panadería de enfrente y, sobre todo, se muestra enhiesta y atenta cuando salen de la tienda con barras de pan y panecillos, bandejas de pasteles, estuches con helado y cajas de bombones. El libro descansa lánguido abierto de par en par en su regazo.
 
En pocos minutos la plaza va expulsando a los distintos miembros de este desfile multicolor con ropas de domingo que la ha animado y vivificado. Carlitos se marcha chupando una piruleta, su madre con el paquete de pasteles bajo el brazo mientras espía el reflejo de su figura en el escaparate de la tienda. Cada cual se va, bien a su casa, bien a uno de los bares de dos calles más abajo, donde pedirán un vermú y unas aceitunas o unas gambas. Coca cola para el niño.
 
Quedan en la plaza los dos inquilinos provisionales de su único banco. Son retirados las bandejas de pasteles del escaparate de la panadería. Un joven, el hijo del dueño, sale al fin de la tienda y echa la reja metálica. Emma, mucho más erguida, con un leve temblor que riela en el libro, convierte sus mejillas en sonrojo arrebolado mientras su mirada, solo atenta a ese chico que baja la persiana, se dirige a cualquier otro lado. Por ejemplo, a su libro, donde lee: “No cabe negar que, para bien o para mal, en nuestro interior llevamos un potro salvaje”. Él pasa al lado del banco y saluda, primero a D. Segundo y luego a la jovencita que está a su lado. ¿Podemos adivinar en esa bajada leve y graciosa de cabeza, en esa sonrisa amedrentada y en ese porte tan preocupado por su imagen, un interés algo especial por esa chica que está en el banco sentada?
 
Se aleja el hijo del panadero. Emma vuelve a leer la misma frase, “no cabe negar que, para bien o para mal, en nuestro interior llevamos un potro salvaje”, mira durante unos minutos al frente, a la tienda cerrada, y después se va a casa. Si un rato después se hubiera asomado a su ventana habría observado como D. Segundo se levanta con esfuerzo de su asiento, se apoya en su bastón y camina despacio y cojeando.

 
Publicado en Revista Axis, Sección “Médicos y artistas”, Agosto 2006

La débil realidad



 Teresa Cañas
Muchas actividades diarias, puede que todas, tienen su razón de ser exclusivamente en aliviar y ayudar a soportar el tedioso paso del tiempo, transcurriendo día a día, no obstante opción siempre preferible a su contraria, la de que no exista ya tiempo. Y cada uno parece elegir entre las infinitas oportunidades que concede el tinglado en el que vivimos aquella entre las que se topa que más le entretiene para pasar la vida. Por eso, nadie debería recriminar a Emilia que de ocho a nueve de la noche se parapetase en la cocina enfrente del televisor y, durante esa hora, con el corazón palpitante y lágrimas en los ojos, absorbiese los amores y desamores de los famosos junto a las últimas tragedias acaecidas en este mundo que no deja jamás de dar sucesos de los que poder hablar. En un ritmo trepidante se sucedían en este exitoso programa de una televisión privada la boda de una princesa con el rescate de unos niños sepultados por un terremoto, los cuernos de una modelo con las últimas horas de una mujer maltratada... siempre con una bella música de fondo acorde con el tema tratado. Y en esa hora Emilia al fin se olvidaba de quién era ella, de su aburrida vida, de su marido y de su hijo, de las camisas que faltaban por planchar, y entonces se convertía en un par de ojos absorbiendo la vida y muerte de estas otras personas, llorándoles tanto por los avatares de una como por los de la otra. Lágrimas de emoción en las bodas reales, lagrimas de gratitud cuando se rescataba a un secuestrado, lágrimas de indignación cuando se maltrataba a los débiles, lágrimas de desolación cuando se retransmitía un funeral. El resto de los miembros de la familia evitaban a toda costa entrar durante esa hora en la cocina lo que permitía que Emilia, al fin desentendida de sí misma, fuese feliz mientras lloraba estas desdichas y alegrías de los otros. Y es que si alguien hubiera entrado en ese momento esta ama de casa excepcional, con un pudor extraño en ella, se hubiera sentido muy avergonzada de sus lágrimas, lo que no deja de ser sorprendente en una mujer que siempre fue muy proclive a echar unas lagrimitas de cocodrilo si con ello lograba conseguir lo que deseaba. Cuando acababa el programa, se secaba los ojos con el pañuelo, hacía un gesto enérgico con la barbilla y volvía de nuevo a su papel de eficaz supervisora de cada rincón del cuerpo y alma de su casa y familia. Pero en sus sueños, en sus ensimismamientos, estaban presentes siempre los hechos grandiosos o terribles que aparecían en ese programa, los sucesos tremendos que televisaban cada día, y el resto, limpiar los zapatos a su hijo, ir a la tintorería, acostarse con su marido, eran una realidad palidecida, mucho menos patente y sentida que aquella otra en la que se embarcaba cada día de ocho a nueve de la tarde tras encender el televisor.

Por eso, aunque se indignaba rabiosa cuando el programa notificaba el asesinato de otra mujer maltratada e insultaba al maltratador y movía la cabeza mascullando “adonde vamos a llegar”,  no hacía ningún caso de los sollozos y los golpes que frecuentemente se oían en la casa de al lado a altas horas de la noche, tan irreales y poco patéticos le sonaban, sin música incitadora, sin comentarios mordaces de presentador, sin manifestaciones de condolencia de distintas personalidades. Alguna vez su hijo, un adolescente huraño e idealista, había sugerido llamar a la policía pero ella, Emilia, dentro del sopor que significaba su vida cotidiana, su vida no televisada, se mantenía en esta ocasión sin dudarlo de parte del vecino varón, que era un hombre guapetón y amable, que siempre le dejaba pasar delante y le sonreía cuando se encontraban en la escalera; ¡vaya diferencia con ella, que ni se molestaba en saludar y tenía un aspecto tan desaliñado y desabrido! En su fuero interno Emilia no dejaba de pensar que si él la pegaba era porque ella se lo tenía merecido, por sucia y desastrada, y así se lo había dejado caer a Conchi, su amiga del 4º, quien no dejó de estar completamente de acuerdo con ella.

Y mientras Emilia veía el programa de la tele y el vecino pegaba a la mujer, Daniel, el hijo de Emilia, leía en un libro de filosofía acerca del idealismo alemán y del triunfo de lo bello sobre lo bueno, lo verdadero y lo útil...  

Hace poco sonaron sirenas de ambulancias y policías en la calle donde vive Emilia y su familia: el vecino guapetón y de risa fresca se había cargado a su mujer, justo a las ocho y cuarto de la noche. Emilia, que en ese momento estaba viendo una exclusiva interesantísima sobre la esclavitud a la que estaban sometidas unas rumanas en España, ni se asomó a la ventana. Hasta que llegó Conchi, en bata, alborotada, a comentar con pelos y señales lo que había sucedido y que estaban los reporteros de diferentes cadenas de televisión entrevistando a la gente. Emilia se pintó los labios, se atusó el pelo y bajó rápidamente con Conchi a la calle despreciando a algunos periodistas que estaban preguntando al vecindario sobre la pareja hasta que se topó en directo con la cara familiar del reportero principal de su programa favorito. Y entonces hizo uso de sus lágrimas de cocodrilo para contar entrecortada por los sollozos, mientras la grababan las cámaras, que esto había sido una muerte anunciada, lo excelente persona que era la muerta y qué relación tan amistosa tenían, eran íntimas, él era un holgazán y borracho que no la dejaba salir de casa, un chulo, le había confesado la víctima horas antes que estaba aterrorizada, qué pena, por dios, que esto pase al lado de hogares decentes, qué desgracia más tremenda, nunca podré recuperarme de esta tragedia, de la muerte de mi mejor amiga...

Al día siguiente Emilia no estaba sola en la cocina a las ocho de la tarde. Había bajado de su casa Conchi, el marido se había escapado del trabajo, Daniel abandonó la filosofía por ese rato y todos juntos estaban saboreando una apetitosa tortilla de patatas que se había preparado para la ocasión mientras esperaban ansiosos el inicio del programa. Cuando al fin salio su rostro en la pantalla, Emilia se vio a sí misma tan compungida hablando de lo sucedido mientras sonaba el réquiem de Mozart al fondo que no pudo evitar, a pesar de los esfuerzos que hacía para controlarse, llorar amargamente por la trágica muerte de su querida amiga y vecina, aunque en esta ocasión y de forma excepcional hubiese testigos de estas lágrimas espontáneas.

En el cuarto de Daniel, encima de la mesa, descansaba olvidado el libro de un médico, filósofo y poeta del siglo XVIII, Friedrich Schiller, abierto por una página en la que se explicaba como, cuando uno de deja arrastrar por el juego de la libertad, la apariencia de realidad puede llegar a ser más real que la llamada realidad.

Publicado en la Revista Axis en Octubre de 2006

Retrato de un psiquiatra



 Teresa Cañas

Siempre admiré a Virginia Woolf. Antes de descubrir quien era ya adoraba su nombre. Por ese entonces ya sabía que “woolf” significaba lobo y “Virginia” me transportaba directamente a la imagen de la Virgen María. Pero lo que en realidad me fascinaba no era la mezcla tan chocante en un mismo ser de la Madre de la Humanidad y el peor enemigo del hombre (así eran las cosas en ese tiempo) sino que hubiese una película  protagonizada por Liz Taylor y Richard Burton en la que en el título se preguntase nada más ni nada menos que quién la teme a ella, a Virginia Wolf. Pregunta misteriosa sin lugar a dudas. Pregunta que le hacía misteriosa a ella, una mujer potencialmente peligrosa.

Después supe que era escritora y mi mesilla de noche se ocupó con sus novelas, relatos, diarios, correspondencia, biografías. Descubrí que, aunque fuera políticamente incorrecto, para mí era el ejemplo paradigmático de que existe la escritura femenina, suave y frondosa. Y que, desde su altivez y frialdad aristocrática, ella fue una defensora a ultranza de los sectores débiles de la sociedad en los que estaba incluida, o sea, defensora activa y artística de los derechos de las mujeres y de los enfermos mentales

Ahora en mi mesa está abierta su novela Mrs. Dalloway, un libro escrito en una lengua extraña (como un salmo), con un ritmo ancestral en el que fluyen las palabras (como el agua del río) y se deslizan continuamente por el centro y por las orillas del discurso con el alma en duermevela (como un sueño). Me ocuparé de un escollo que sobresale en el caudal, un escollo duro y afilado como una roca. Se trata del personaje llamado Sir Bradshaw, un médico afamado especializado en enfermedades nerviosas, aquél al que visita el paciente Septimus Smith un poco antes de suicidarse. Virginia Woolf, que en esta obra exhibe su sagacidad de psicóloga –y de psiquiatra- se muestra cruel, se ensaña con ese precursor de psiquiatra marcado por la impostura. Ello mientras describe con una perfección inusitada la psicosis de Septimus, aquello que los psiquiatras vemos cada día en la consulta pero mucho más cercano al corazón de ese paciente de lo que nosotros, timoratos, osamos  acercarnos.

Hoy, en este medio, realizado por y para médicos, voy a robar las palabras a la temible Woolf. Así recordaremos que no sólo nosotros escrutamos, también ellos, los pacientes, y nos irritará o nos avergonzará o nos unirá percatarnos de la rabia y el rencor con que una mujer como Virginia Woolf trata a la clase médica. Ella, que sufrió una terrible enfermedad mental, que acabó sumergiéndose en el río con un puñado de piedras en los bolsillos para asegurarse su hundimiento para siempre, hace suicidarse al pobre personaje en el que representa su propia psicosis y lo que precipita esta muerte anticipatoria no es tanto su enfermedad como lo que vivencia como acecho encarnizado del médico. Todos podemos aprender de las críticas, especialmente de las críticas inteligentes que tratan de situaciones conocidas y sentidas – realizadas además buscando la belleza-. Y puede que todos nosotros en más de una ocasión nos hayamos parecido a Sir Bradshaw. Por eso paso a transcribir sin más la descripción que esta autora, mujer, enferma mental y suicida, hace de este médico, no sin antes agradecerle ese doloroso toque de atención sobre lo que en algunas ocasiones podemos llegar a convertirnos los médicos: meros instrumentos del poder y de la ramplonería.

 Les presento por tanto a Sir William Bradshaw, el médico que visitó Septimus Smith el día que se suicidó “un gran médico, aunque obscuramente maligno (según Mrs. Dalloway), sin sexo ni lujuria, extremadamente educado con la mujeres, pero capaz de algún ultraje indescriptible –violar el alma”:

“Sir William Bradshaw ya no era joven. Había trabajado mucho; se había ganado su profesión por pura y simple competencia (era hijo de un tendero); amaba su profesión; era todo un personaje en los acontecimientos sociales, hablaba bien –todo lo cual le había dado un aspecto, para cuando le concedieron el título nobiliario, de pesadumbre y fatiga que, junto con sus canas, incrementó la extraordinaria distinción de su presencia y le confirió la reputación (sumamente importante cuando se atienden casos nerviosos), no sólo de fulminante destreza y de precisión infalible en el diagnóstico, sino también de simpatía, tacto, comprensión del alma humana...
A sus pacientes les concedía tres cuartos de hora; y, si en esta ciencia rigurosa que se ocupa de lo que, a fin de cuentas, no sabemos nada –el sistema nervioso, el cerebro humano -, el médico pierde el sentido de la proporción, fracasa en tanto que médico. Salud, debemos tenerla; y la salud es proporción; de tal manera, cuando un hombre entra en la consulta diciendo que es Cristo (un delirio común) y que tiene un mensaje, como así suele ser, y amenaza, como a menudo ocurre con suicidarse, invocas la proporción, mandas reposo en cama, reposo en soledad, silencio y reposo, reposo sin amigos, sin libros, sin mensajes; un reposo de seis meses; de modo que el hombre que entraba con cuarenta y siete kilos salía pesando setenta y seis.
... Gracias al culto que Sir William le rendía a la proporción, prosperaba no sólo él sino que hacía prosperar a Inglaterra, recluía a los locos, prohibía la natalidad, penalizaba la desesperación, impedía que los ineptos propagasen sus opiniones hasta lograr que ellos participaran también en ese concepto suyo de la proporción –el suyo, tratándose de hombres, el de Lady Bradshaw si se trataba de mujeres(ella bordaba, hacía punto, pasaba cuatro de cada siete noches en casa con su hijo) de tal manera que no sólo lo respetaban sus colegas y lo temían sus subordinados, sino que los amigos y conocidos de sus pacientes le estaban profundamente agradecidos por insistir que estos proféticos Cristos y Cristas, que vaticinaban el fin del mundo o el advenimiento de Dios, debían beber leche en cama, tal y como lo mandaba sir William, con sus treinta años de experiencia en esta clase de casos: esto es locura, aquello cordura; su concepto de la proporción.
Pero la Proporción tiene una hermana, menos sonriente, más formidable... Se llama Conversión y se ceba en la voluntad de los débiles, ya que le gusta impresionar, imponer, adorar Sus propios rasgos estampados en las caras del populacho...
Allí en la habitación gris, con los cuadros en la pared y el valioso mobiliario... los más débiles se derrumbaban, sollozaban, se rendían; otros, animados por Dios sabe qué locura, llamaban condenado farsante a sir William, en su propia cara; ponían en tela de juicio, con más atrevimiento si cabe, a la vida misma. ¿Por qué vivir?, preguntaban. Sir William contestaba que la vida era buena. Sin duda Lady Bradshaw con sus plumas de avestruz colgaba encima de la repisa de la chimenea, y en cuanto a los ingresos de su marido, pasaban de doce mil al año. Pero con nosotros, contestaban, la vida no ha sido tan espléndida. Estaba de acuerdo. Carecían del sentido de la proporción. ¿Y si después de todo no hubiera Dios? Se encogía de hombros. En resumen, vivir o dejar de vivir, ¿es asunto nuestro? Pero estaban equivocados. Sir William tiene un amigo en Surrey  donde enseñaban lo que Sir William reconocía como un difícil arte: el sentido de la proporción. Allí había, además, afecto familiar, honor, valentía, y una brillante carrera. Todas estas cosas tenían en Sir William Bradshaw un seguro defensor. Si fallaban, le quedaba el amparo de la policía y el bien de la sociedad que, según recalcaba con gran serenidad, se encargarían allá en Surrey de que esos impulsos asociales, nacidos sobre todo de la falta de buena sangre, fueran mantenidos bajo control. Y entonces salía de su trono y montaba en su trono esa Diosa, cuya pasión consiste en aplastar toda oposición, en estampar indeleblemente su imagen en los santuarios de los demás. Desnudos, indefensos, los carentes de amigos recibían la impronta de la voluntad de Sir William. Atacaba, devoraba. Encerraba a la gente. Era esta mezcla de decisión y de humanidad la que atraía hacia Sir William el aprecio de los familiares de sus víctimas”.

Tras leer estas líneas, queda claro que aún sigue sin estar de más preguntarse: ¿Quién teme a Virginia Woolf?

Publicado en la Revista Axis de Diciembre de 2006

La sonrisa de Lewis Carroll



 Teresa Cañas
El 4 de Julio de 1862 el reverendo Charles Dogson llama a la puerta de la casa de su amigo el decano Liddle. Una mujer abre la puerta y se oye detrás un revoloteo de lazos rosas, ositos de peluche y zapatos de charol. El reverendo saluda tartamudeando a la mujer y después sonríe ampliamente a las tres niñas que asoman la nariz detrás de ella. Son Lorina, Alicia y Edith, de trece, diez y ocho años respectivamente, las tres hijas del decano y de la mujer que le ha abierto, quien ordena a Lorina que coja la cesta de mimbre con la merienda. Sale Dogson con las pequeñas y a la comitiva se une junto a la verja del jardín su último componente, el reverendo Duckworth. Un grupo peculiar éste, dos hombres de negro y tres niñas a colorines. Entre risas y cuchicheos llegan a uno de los embarcaderos que salpican el río Támesis cerca de Oxford. Es una tarde de verano, una tarde de sol ardiente en el que el tiempo y el sonido han desaparecido y sólo ellos cinco y alguna libélula temeraria osan retar al silencio de la hora de la siesta. Por eso no han encontrado a nadie por el camino y no ha habido, como en otras ocasiones, codazos poco disimulados y miradas torvas. Hoy nadie comenta nada más darles la espalda “¿has visto cómo iba de contento el reverendo Dogson? ¿cómo hablaba y miraba a una de las niñas? Parece que hoy no va a haber fotos”.Ya es conocida en todo Oxford la fascinación del reverendo por las fotos y por las niñas, aunque no fuera hasta 1880 cuando Charles Dogson dejaría de hacer fotos, presumiblemente tras conocerse que había fotografiado a algunas niñas desnudas en plena época victoriana.

-“¡Cuéntenos una de esas historia sin pies ni cabeza, reverendo Dogson!”- pide Edith
- “En otra ocasión” - contesta.
- “¡Ya es otra ocasión!” -dicen las tres al unísono entre risas.

Alicia coge al Reverendo de la mano, consciente de que él está en todo momento pendiente de ella, que espía cada gesto, cada sonrisa, cada guiño de ojos con un embeleso injustificable. Alicia, con diez años, conoce ya su poder.

-“Primero vamos a subir a la barca, tenéis que ayudarnos a remar y estar pendientes de que no nos torzamos” – dice el reverendo Duckworth

Así empieza el paseo en barca. El reverendo Dogson es un hombre hermoso, tiene una figura estilizada y un semblante algo lánguido y afeminado, con una mirada oscura que parece dirigirse hacia el interior en vez de al exterior, la mirada de aquellos que están más interesados por lo de dentro que por lo de fuera. Es tímido y serio, zurdo y tartamudo. Tiene treinta años y trabaja como profesor de Matemáticas. Y  treinta años después escribirá en un libro llamado Lógica simbólica: “El universo consta de cosas que pueden ordenarse en clases y una de éstas es la clase de cosas imposibles”. Por eso, habría que ser muy cautos al hablar de la atracción del reverendo hacia la mediana de estas niñas. Mucho más cautos que lo que sería en su momento Nabokok, quién comparó Alicia con su Lolita, y que lo son esos críticos de regusto psicoanalítico que desconocen que lo imposible es accesible para algunos. Dice Borges que “si no existieran, si no fueran parte de nuestra felicidad, diríamos que los libros de Alicia corresponden a esa categoría de cosa imposibles”. Y también el afecto imposible que da lugar a ese libro, como lo llama el propio autor, “todo ese amor sobre el vacío, con tanta imposibilidad, y con tanta infinita soledad y desamparo”.

-“Venga,  cuéntenos ya una de esas historias, reverendo Dogson” –Solicita una vez más Alicia.

El Reverendo empieza entonces a narrar lo que le pasó a una niña rubia e impertinente cuando se coló por la madriguera de un conejo de ojos rosados, lo que le sucedió a la propia Alicia en un mundo imposible que resulta ser posible durante esa excursión. Va improvisando, sumergido sin ningún flotador en esa clase de cosas imposibles. Gusta tanto a las niñas esa historia, la historia “más sin pies, más sin cabeza” que ha contado nunca, que se empeñan –sobre todo se empeña la pequeña Alicia- en que la escriba esa misma noche. Y eso hará el reverendo, que pasará a ser conocido a partir de entonces por los siglos de los siglos como Lewis Carroll. La historia, tras el título inicial Las aventuras de Alicia bajo tierra, regalo del autor a su protagonista en las Navidades siguientes, pasa a ser la inmortal Alicia en el país de las maravillas.  Una historia que hará sonreír no sólo a las niñas Liddle, sino a multitud de generaciones de niñas a partir de entonces.

Pero no al reverendo. Charles Dogson (Lewis Carroll), el autor, nunca sonríe. En ninguna de sus fotos puede verse que esboce la más minúscula de las sonrisas. Aunque   para compensarlo, inventa una de las sonrisas más famosas de la literatura universal: la sonrisa del gato de Cheshire. Un gato sonriente. Un gato filósofo cuyas sentencias han sido citadas con cierta frecuencia en libros científicos. Como es esa que le dice a la pequeña en el bosque: “Siempre llegarás a alguna parte si caminas lo bastante”. Cita que ha servido, según explica el traductor de la obra que tengo en las manos, Jaime de Ojeda, para ilustrar el contraste entre la realidad informe de la materia y el carácter intencional que tiene toda ordenación lógica.

O como esa otra que podría servir para ilustrar la locura en los tratados de Psiquiatría:

-“¿Y cómo sabes que tú estás loco?
-Para empezar –repuso el Gato- los perros no están locos ¿de acuerdo?
-Supongo que no –dijo Alicia
-Bueno, pues entonces- continuó diciendo el Gato-, verás que los perros gruñen cuando algo no les gusta, y mueven la cola cuando están contentos. En cambio, yo gruño cuando estoy contento y muevo la cola cuando me enojo; luego estoy loco.
-Pero si eso no es gruñir, sino ronronear –protestó Alicia”.

Un gato sonriente que aparece y desaparece y que a veces se desvanece muy paulatinamente, dejando su sonrisa flotando en el aire aún un rato después de que haya  desaparecido el resto, lo que hará exclamar a Alicia: “¡Bueno!. Muchas veces he visto a un gato sin sonrisa pero ¡una sonrisa sin gato! ... ¡Esto es lo más raro que he visto en toda mi vida!”.

 Puede que con ello Lewis Carroll nos quisiera hacer caer en la cuenta de algo bastante lógico y evidente: que sólo deberían hablar de cosas imposibles (como es, por ejemplo, su afecto por la niña Liddle), aquellos que sepan que existen cosas tan extrañas como una sonrisa sin gato.

Publicado en Axis, Abril 2007